Que los países desarrollados vivimos una crisis económica sin precedentes, no es secreto para nadie.

Los medios de comunicación, y los malos augurios que a ellos les trasladan, son los encargados de que nuestra mente tape tanto bombardeo de desdicha con la consabida frase de: “Al menos tenemos salud”.

Nos vamos consolando mientras preferimos no mirar las cuentas y hacemos malabares para poder llegar a todo y a todos.

Y, como si ello no fuese ya difícil de por sí, cuando les viene en gana, los programas aparcan el tema de la guerra y sus consecuencias y nos trasladan de golpe y porrazo a un poblado navideño, a una preciosa mesa de Nochebuena o a unas compras anticipadas que no debemos perdernos por sus buenos descuentos… Porque parece que si lo hacemos, si no tratamos de ahorrarnos un puñado de euros aprovechando las ofertas por la conmemoración del viernes negro americano, nos sentiremos como unos auténticos irresponsables.

Somos monigotes de un sistema manejado por los intereses de unos cuantos. Nos llevan de un lado a otro a su conveniencia. Si hay que ahorrar, nos meten miedo, pero si hay que gastar, nos calientan la cabeza con frases que o estimulan el consumo o nos invaden de una melancolía que solemos decidir arrinconar para seguir consumiendo al ritmo que marcan aquellos a los que hemos otorgado ese poder y, sobre todo, cómo y cuándo lo quieren.

Jugamos, como si fuésemos peones de un tablero, creyendo que decidimos algo cuando en realidad otros nos están obligando a hacerlo.

Es necesario consumir e invertir dinero en las cosas que son realmente importantes, pero lo cierto es que en estas fechas del año, tendemos a comprar de forma compulsiva y que parte de la culpa radica en las imágenes de entrañable felicidad que las grandes empresas se afanan en empezar a compartir casi al terminar el verano… Y, si el consumo decae, pues nos sacamos de la manga un viernes negro a la española. Lo importante es que no paremos de gastar.

A nadie parece importarle que las colas del hambre crezcan día a día, que cada vez sean más las personas que recurren a la ayuda vital y que proliferen los pobres vergonzantes… a nadie. Por el contrario, da la sensación de que en esta época del año todos nos hemos vuelto ricos por arte de magia.

Exhibimos sin pudor nuestras comidas, regalos y gastos… y, lo hacemos sin pensar en esos vecinos de planeta, de calle y hasta de edificio, que están solos a la luz de una vela, que se sacan de la boca la cuchara de lentejas para dársela a sus hijos, que en sus casas no se quitan el abrigo y cuyos regalos navideños —con suerte— serán de segunda mano.

Si hay guerra, si nos fríen a impuestos, si la luz está a precio de caviar, si el calentarse se ha convertido en un lujo, si llenar un carro del supermercado cuesta como un cuarto del salario mínimo y si el precio del litro de gasolina se acerca al del gramo de oro; sólo existe un camino: el del pudor y la coherencia. Si estamos en guerra lo estamos todos y, los que más tienen, deben solidarizarse con los que carecen de lo más elemental. Y si ustedes no saben quiénes son esos o se consuelan pensando que existen centros e instituciones que los atienden, al menos tengan la decencia de no hacer alardes, de no permitir que los medios manejen sus bolsillos de cara a las próximas compras y, sobre todo, miren más allá de sus narices por si pueden ayudar comprándole algo a alguien que lo necesite de verdad. Al menos así, el dispendio habrá merecido la pena y no será una Navidad como todas las demás.