Opinión | La espiral de la libreta
Un pulso entre Hitchcock y Daphne du Maurier
Érase una vez dos cabras en lo alto de una colina que están conversando mientras se zampan los rollos de una película, y en estas, una cabra le dice a la otra: “Pues yo prefiero el libro”. La historieta se la cuenta Alfred Hitchcock a François Truffaut en esa larga conversación de 50 horas que ambos cineastas mantienen para convertirla en libro, un chiste que surge al hilo de una pregunta del realizador francés al británico sobre si su versión de Rebecca resulta fiel a la novela.
¿Y qué más da? El rey del suspense adaptó a la pantalla otras dos obras de su compatriota británica Daphne du Maurier, La posada Jamaica y Los pájaros, de cuyo estreno se cumplen 60 años. A eso vamos.
Du Maurier aborrecía la película. Tanto en el filme como en el relato, gaviotas, cuervos, grajos, gaviones, alcatraces, halcones y otras aves se confabulan para atacar a los humanos, pero Hitchcock imprime cambios sustanciales en la trama. Del Cornualles rural, en la costa occidental británica, traslada la acción a un escenario urbano de la soleada California, y la ira de los pájaros se concentra sobre todo en una mujer, una joven rica y snob: Tippi Hedren (“las rubias son las mejores víctimas: son como la nieve virgen, que resalta una huella ensangrentada”, dicen que dijo el director). En cambio, la rebelión aviar resulta mucho más compleja en el texto, como si los pájaros hubiesen desarrollado una suerte de conciencia de especie, análoga a la conciencia de clase.
La sombra de la guerra
Además, la nouvelle de Du Maurier establece cierto paralelismo entre los ataques de los pájaros y los bombardeos alemanes durante el Blitz, y alude de continuo a las paranoias de la Guerra Fría (“los rusos han envenenado a los pájaros”) y a la grisura de una posguerra en la que poco a poco se van desmoronando las viejas estructuras de autoridad (¡hasta la mismísima BBC deja de emitir!). Estas observaciones no abaratan a Hitchcock en absoluto. Aquí el debate película o libro es solo eso, una cháchara para cabras locas y rumiantes. Ambas son obras maestras de la angustia.
Apena que el éxito del uno fagocitara la luz de la otra. Daphne du Maurier ganó dinero y fama con su pluma, pero en su tiempo el establishment literario jamás se la tomó en serio. La tenían por una pobre niña rica que escribía novelitas románticas para el gran público, enmarcadas en un decorado de intriga gótica. Nada del otro jueves, quincalla. La ninguneaban. Y sin embargo sus textos son de una hondura psicológica apabullante. “Anoche soñé que volvía a Manderley”.
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