Opinión | La espiral de la libreta

La lección de los frescos de Pompeya

Alguna vez me he preguntado qué gracia le solicitaría al genio de la lámpara. ¿La inmortalidad? No, seguro que no. Tal vez volar o la facultad de leer hasta la letra pequeña de las mentes, incluida la mía. Ser invisible también seduce, igual que la ubicuidad, el don de estar a un mismo tiempo en varios lugares. Pero no sé si podría sobrellevar la capacidad de adivinar el futuro, el favor de que gozaba la sacerdotisa Casandra, una de las figuras de los frescos de Pompeya recién descubiertos.

De entre la ceniza del volcán y los escombros, acaban de desenterrar un conjunto de pinturas bellísimas que adornaban las paredes de un imponente salón de banquetes de unos 15 metros de largo por 6 de ancho (en la antigua Roma la clase social también se medía en metros cuadrados). Frescos en perfecto estado de conservación, sobre un elegante fondo negro, porque así se disimulaba el tizne de las lamparillas de aceite.

Los arqueólogos consideran que el aposento debía de pertenecer a una residencia adinerada donde los invitados se reunían tras la puesta de sol para conversar con una copa de vino de Campania. Ah, los viejos placeres que sustentaron las civilizaciones mediterráneas. Ni siquiera logró sepultarlos la ardiente lava del Vesubio. Decía el filósofo húngaro Béla Hamvas que los pueblos del vino (italianos, griegos, dálmatas, etruscos, españoles, franceses y húngaros) pocas veces se dejan arrastrar por ambiciones históricas a nivel mundial y que, a diferencia de los países del aguardiente, no se les mete en la cabeza “eso de salvar a otros pueblos a culatazos”. Pero no perdamos el hilo.

Asegura el director del Parque Arqueológico de Pompeya, Gabriel Zuchtriegel, que los murales del salón servían para entretener a los huéspedes e inspirarles temas de conversación. La vida misma. El paso del tiempo. En este caso, las escenas mitológicas representadas parecen de carácter amoroso, pero van mucho más allá, señalando la relación entre el individuo y el destino: Casandra puede ver el futuro, pero nadie la cree (predice el engaño del caballo lleno de guerreros); Apolo toma partido por los troyanos contra los invasores griegos, pero no puede asegurar la victoria porque es un dios, el de la luz y la belleza, o Helena de Esparta (casada con Menelao) y Paris, cuya pasión enloquecida desencadena la guerra de Troya.

Dos mil años después, todos somos Helena y Paris, pues “cada día podemos elegir si preocuparnos solo de nuestra vida íntima o explorar cómo esta vida nuestra se entrelaza con la gran historia”. Lo personal es político. Oímos la voz profética de Casandra —sobre la polarización, sobre el odio, sobre el cambio climático— y, sin embargo, no la interiorizamos. Hoy como ayer.

En la excavación, bajo los arcos de una escalera, se ha hallado también un montón de material de construcción. Sobre el yeso de una pared, alguien dibujó al carboncillo de forma tosca dos parejas de gladiadores —el fútbol de ayer— y lo que parece “un enorme falo estilizado”. No, no hemos cambiado tanto.

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