Opinión | Crónicas galantes

Abajo el trabajo

Cuando Paul Lafargue escribió su panfleto sobre El derecho a la pereza no podía siquiera imaginar que sus teorías serían llevadas a la práctica apenas siglo y medio después. Los robots, la Inteligencia Artificial y demás diabluras prometen liberar ya de la intolerable carga del trabajo a millones de personas. Y además ha nacido la reposada profesión de influencer.

Lafargue, yerno de Carlos Marx, estaba a favor de los trabajadores; y, por tanto, en contra de que trabajasen en exceso. Donde el viejo Marx elogiaba las virtudes de la labor y las maldades del capital, su hijo político no dudaba en denunciar la “bajeza” del proletariado que “se ha entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo”.

Esa pasión extravagante de los obreros por deslomarse traería consigo, a juicio de Lafargue, un exceso de producción de bienes, con el paradójico efecto de colapsar la economía y empobrecer aún más a los pobres currantes.

Al revolucionario francés nacido en La Habana no lo tomaron demasiado en serio sus contemporáneos ni las generaciones posteriores. Quizá contribuyesen a ese desdén algunas afirmaciones marginales de su libro en las que sostenía que el ocio, lejos de ser la madre de todos los vicios, favorece la mejora general de las razas.

Para ilustrar ese argumento, Lafargue no tuvo mejor ocurrencia que alabar a los españoles y, en particular, a los andaluces, como ejemplo de las ventajas de la vagancia. Su escaso apego al trabajo explicaría, en la polémica opinión de este yernísimo, el porte “esbelto” de buena parte de los peninsulares.

Por el contrario, vituperaba a los gallegos, los escoceses y los chinos, pueblos de escasa prestancia física debido a que se mataban literalmente a trabajar como si esta fuese una “necesidad orgánica” para ellos.

Quienes pensaron que el yerno de Marx bromeaba tendrían ahora una excelente ocasión para comprobar que no lo hacía en absoluto. Bien al contrario, su alegato contra el trabajo, escrito en 1880, contiene no pocas dosis de lógica e incluso de profecía.

Las recientes crisis de las finanzas parecieron demostrar, desde luego, que el hábito de trabajar como chinos, con su secuela de sobreproducción de mercancías, castiga sobre todo a los currantes cuando pintan bastos.

Lo que no podía sospechar Lafargue es que el propio capitalismo acabaría por desarrollar herramientas capaces de eliminar —o al menos, paliar— la condena bíblica del trabajo.

Los robots le han quitado ya mucha o toda la faena a los empleados en trabajos rutinarios; pero eso fue solo el comienzo. Ahora es la Inteligencia Artificial la que amenaza con despojar de su empleo a los trabajadores de cuello blanco, a los profesionales y directivos de alto nivel e incluso a quienes se dedican a tareas creativas.

Para todos los amenazados —o beneficiados, según se vea— llegaría por fin la oportunidad de ejercer el derecho a la pereza ideado por Lafargue, contra el que el otro día clamó, sorprendentemente, Pedro Sánchez.

Sobrevivirá, si acaso, la novedosa profesión de influencer que tanto atrae a los jóvenes deseosos de fama y dinero. A Lafargue no le importaría gran cosa. Después de todo, se trata de uno de los trabajos más descansados del mundo.

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