Opinión | Crónicas galantes

Cuanto más viejos, más jubilosos

A partir de cierta edad, la gente hace vida social en los sanatorios y tanatorios, del mismo modo que en sus años jóvenes socializaba en las discotecas. Lo que no cambia son las ganas de vivir de los viejos, que tanto sorprenden a los extranjeros —y en particular a los norteamericanos— cuando visitan España. Baste ver las opiniones que dejan en TikTok y otras redes sociales.

Es fama que en este país se vive mucho y, sobre todo, se disfruta de la vida. Las calles están llenas de gente mayor que no se priva de sus vinitos y llena el ocio de la jubilación apuntándose a viajes y a toda suerte de cursos que igualan, si no superan, las actividades extraescolares de sus nietos.

Será que en algunos países se vive para trabajar y en otros se trabaja para vivir, según concluyen, asombrados, una mayoría de quienes hacen turismo por España.

Eso explicaría el hecho de que los españoles disfruten de una de las más altas esperanzas de vida en el mundo, aunque no es seguro. La clasificación de longevidad la encabezan, a fin de cuentas, los japoneses, habitantes de un país tan entregado al vicio del trabajo que hasta ha generado una palabra —karoshi— para definir la muerte por exceso de faena. Aun así, lideran todos los rankings con una media de más de 84 años de perspectiva vital al nacer.

Cualquiera que sea la razón, los españoles añosos somos ya una potencia desde el punto de vista demográfico. Uno de cada cinco ha superado la barrera de los 65 años; cifra que en el caso de Galicia, Asturias y Castilla y León asciende a uno de cada cuatro.

No ha de extrañar, por tanto, que conformemos una cofradía de almas o más bien de cuerpos gemelos unidos por el sintrom y la artrosis: aunque no todo ha de ser tan aflictivo. Viéndola desde el lado bueno, la vejez es una mina. Pasada la sesentena entramos en la edad de los metales, con plata en el pelo, oro en los dientes, granito en los riñones y gas en el estómago.

A esa indudable riqueza mineral hay que añadir la menos tangible —pero no menos importante— de la sabiduría y el escepticismo que aportan los años.

Suele decirse que el diablo sabe más por viejo que por diablo: y de eso da fe la atención que se prestaba en la antigua Grecia a la opinión de los ancianos, allí llamados gerontes. También Roma adjudicó un papel esencial al Senado, etimológicamente asamblea de viejos, como órgano de control gubernamental.

Los españoles no han hecho otra cosa que recuperar esas milenarias tradiciones del Mediterráneo convirtiendo a sus ancianos en uno de los grupos más numerosos y comercialmente influyentes dentro de la pirámide de población. No hay más que ver a quiénes van dirigidos los anuncios de las teletiendas.

Otros países más cenizos tienden a ver la senectud como un tiempo de hospitales y funerales; pero en eso España es tan diferente como sugería el viejo lema del ministerio de Turismo de Fraga.

Aquí hemos entendido mejor que nadie que la jubilación viene de júbilo y hasta hay quien se anima a buscar pareja octogenaria en First Dates. Hace falta mucho tiempo y ánimo juvenil para llegar a viejo sin incurrir en la tristeza de ser adulto, cantaba Jacques Brel. Y eso que era belga.

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