Opinión

(In)vulnerables

No sé si hubo un tiempo en el que nos permitimos mostrar nuestra vulnerabilidad ante los demás.

Las cosas han pasado tan deprisa, o, para ser más exactos, nos han pasado tan deprisa, que soy incapaz de recordar si hace veinticinco años, en el fragor de la redacción, cuando quedábamos ya los mismos de siempre, la muchachada para todo, los intercambiables, nos contábamos que estábamos tristes, cabreados, reventados, borrachos, despechados, locos perdidos, o hacíamos como ahora y nos poníamos el traje moral de “soy mejor que tú y no te voy a enseñar mis miserias”.

No lo recuerdo, de verdad. Y todavía conservo buena parte de mi memoria intacta.

Si entonces era difícil, hoy es impensable.

No quiero que crean que voy por ahí haciendo experimentos con la gente que tiene la amabilidad de intercambiar pareceres conmigo, pero lo cierto es que si, en algún momento, escribo o digo algo que sugiera que estoy dejando alguna debilidad al descubierto, tengo, al minuto, un puñado de comentarios dándome consejos que, por otra parte, siempre agradezco; pero casi nadie —digo “casi” para no faltar a la verdad— tiene el valor de reconocer que le asaltan las mismas dudas, que a veces le duele la vida, que está harto, que tiene ganas de borrarse del mapa. Que es humano, en fin, con todo lo que ello conlleva.

Para mí tampoco ha sido fácil. Manifestar que no podemos más nos está vetado en este aquí y este ahora, donde somos capaces de fingir que todo va bien mientras nadamos entre caimanes o de producir para el sistema sin parar mientras nuestra vida personal se desmorona fuera.

Pero sucede que estamos cansados de ver a gente que finge, compulsivamente, ser lo que no es y, de repente, un día estalla, nos hace asombrados partícipes de su destrucción en vivo y en directo y desaparece. Y eso me hace preguntarme si no es mejor y más sano —en lugar de pasar del alfa al omega con esa pirotecnia innecesaria y letal— mostrar, con naturalidad y sin miedo, que uno, como todos, tiene grietas y no pasa nada por ello.

Los organismos vivos nos desgastamos, nos doblamos, nos partimos, incluso.

Y andar con una sonrisa perenne, sin motivo, a contratodo, como una obligación, es cosa de androides y de gente rarita, se pongan como se pongan los gurús del ramo.

No sé en qué página del manual de este siglo dice que hay que mostrarse feliz, duro, inmarcesible, inasequible al desaliento, peinado, despercudido, listo para comerse el mundo a toda hora y en todo caso. Pero es mentira.

Una mentira sucia y viscosa que nos aleja, que nos impide empatizar y reconocernos en los demás, que nos estresa y nos angustia aún más de lo que estamos y nos hace pensar, falsamente, que somos unos desgraciados en un universo plagado de yates, de pastillas de goma y de aroma a talco.

Veo cómo se nos llena la boca, frente al imparable avance de la Inteligencia Artificial, hablando de humanismo, de aquello que nos hace únicos frente a los algoritmos. Y, al tiempo, parece que queremos emular, cada vez más, a las máquinas a las que detestamos y tememos: siempre impolutos, abrillantados, infalibles; intentando, por todos los medios, que nuestras flaquezas no nos salpiquen ni a nosotros mismos.

Aceptar —que no exhibir, no es de eso de lo que hablo— las propias fisuras, se antoja una cosa de gente poco evolucionada y culturalmente inferior.

Pero no hay nada que nos iguale como nos iguala la vulnerabilidad. Sin ella, nada somos.

Recuerden los que se creen moral e intelectualmente superiores por no mostrar jamás sus debilidades, que hasta los hijos de las diosas tenían un talón por el que morir.

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