Opinión | el trasluz
Cómo meter un penalti
Hablaba Wittgenstein, con perdón, de un antropólogo que quería averiguar las normas de un juego de mesa muy popular en una tribu africana. Los jugadores no supieron responderle. Entonces, con infinita paciencia, observó durante días los movimientos que los nativos efectuaban con sus fichas y poco a poco fue elaborando las reglas de aquel juego. A partir de ese instante, aquella sociedad se dividió entre los que sabían jugar sin conocer las reglas y entre los que conocían las reglas, pero no sabían jugar. Los teóricos y los prácticos, podríamos decir. Esa división, tan sorprendente a primera vista, se da en muchos ámbitos de la existencia. En ocasiones, escucho programas deportivos cuyos especialistas critican duramente las estrategias adoptadas por un equipo de fútbol. Suelen hablar con tanta pasión que uno no comprende por qué no son jugadores. No lo son porque les faltan las habilidades prácticas precisas para defender una portería o meter un penalti. Pero poseen unos conocimientos teóricos brutales que les permiten construir magníficos discursos sobre como se debe afrontar un partido. El jugador, en cambio, puede carecer de discurso, pero ser dueño de unas virtudes deportivas extraordinarias.
Ha leído bastantes textos teóricos sobre arte porque me gusta su retórica. He observado en cambio que hay pintores excelentes que apenas son capaces de pronunciar dos frases sugestivas sobre su modo de pintar. Saben hacerlo, pero ignoran el reglamento. En cualquier caso, la teoría suele ir detrás de la práctica. No se puede teorizar sobre la obra de Picasso antes de su existencia. Significa esto que la teoría tiende a la fosilización mientras que la práctica está en continuo movimiento. Su naturaleza es el temblor, la inestabilidad, la ondulación, la marcha. De ahí la incomprensión de la crítica clásica frente a las vanguardias, de ahí también la dificultad de distinguir entre la innovación auténtica y el parloteo.
Dada la distancia creciente entre la clase política actual y la ciudadanía, expresada en el número de indecisos que arrojan las encuestas, me pregunto quiénes son, en esta dialéctica, los que saben jugar y los que conocen las reglas. Da la impresión de que los contribuyentes, que en teoría sólo tendrían la obligación de saber jugar, conocen las reglas mejor que quienes las dictan.
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