La espiral de la libreta

La alegría (y el tormento) de hacer las maletas

Olga Merino

Olga Merino

Heme aquí amarrada al duro banco de una galera turquesca, atada a la última columna antes de cerrar el chiringuito por vacaciones y hacer las maletas. En realidad, ya estoy en el lugar de veraneo pero me ha pillado el toro. Escribo en un hostal familiar, de dos estrellas, en un cuarto modesto pero limpísimo cuya ventana aboca a una azotea donde un velamen de sábanas blancas restalla bajo el sol. Sopla un ligero viento de mistral.

Instalo el tenderete sobre una mesa estrecha de la habitación, una especie de repisa con un florero que estorba. Lo aparto. Perfecto. Se puede escribir en cualquier parte, en un andén, en la sala de espera del dentista, en la más sórdida de las tabernas, solo que han colocado un espejo de medio cuerpo en la pared donde se apoya el improvisado secreter, de suerte que, si levanto la vista del teclado, me reflejo en él. Me veo a mí y a mi mismidad, mi vida entera; menudas ojeras. Definitivamente, no es la mejor vista del mundo aunque, en buena parte, escribir consista justo en eso, en descender al fondo del fondo para rescatar una canica. O una bota boquiabierta.

Así no hay forma. Traslado el campamento, pues.

Bajo las escaleras. Ni un alma por los pasillos del hostal, entregados los huéspedes al rito estival de la siesta. Segunda intentona en el comedor desierto. Se ha recalentado sin los ventiladores. Desde aquí se escucha la radio de la recepcionista, sintonizada en una emisora de música agradable, que ahora mismo emite aquella canción setentera de Cat Stevens, «oh, baby, baby, it’s a wild world». Ya lo creo, nena, este es un mundo salvaje. Cómo han pasado los años.

La locución «hacer las maletas» suena a huida, como si de verdad fueras a largarte al último confín para no regresar jamás, pero la acción física de preparar el equipaje supone un coñazo, a qué negarlo. Las pastillas y los días, las mudas, el cargador del móvil, el lápiz de ojos, el líquido que quita el lápiz de ojos y suma y sigue. Aparte de lo supuestamente necesario, ocupan muchísimo espacio los por-si-acaso: pomada por si pican los mosquitos, las sandalias cangrejeras por si bajamos al río de los pedruscos, un chal por si refresca (aunque vayas al mismo corazón del infierno), las biodraminas por si la carretera de las curvas. Y así.

También pesan los libros, sobre todo el comecocos de escogerlos cuando la lista de pendientes podría sepultar a un par de generaciones. ¿Y si se te caen de las manos las lecturas elegidas? Luego están los propósitos. Dormir. Escribir mucho, hilvanar esa idea escurridiza, avanzar tal vez, y al final acabas leyendo mucho más que escribiendo, como todos los años. Pero la alegría del tiempo intacto, de todo un agosto por delante, no te la quita nadie.

Buen verano a quien se haya extraviado por aquí.