El engaño del amor

Salvador Macip

Salvador Macip

En 1774 se publicó Las tribulaciones del joven Werther, la novela que hizo famoso a Johann Wolfgang von Goethe, donde se explican los males de amor de un pobre artista con poca suerte en la vida. Como han pasado casi 250 años, me puedo permitir hacer un espóiler: Werther se suicida al final del libro de un disparo en la cabeza, porque sabe que su amor por la bella Charlotte no será correspondido. Dice la leyenda que muchos jóvenes de la época imitaron al protagonista para solucionar sus problemas sentimentales, convirtiendo así a Goethe en un tipo de nefasto influencer avant la lettre.

Werther es una de las piezas clave del Sturm und Drang alemán, que se considera el precursor del movimiento romántico que sacudiría todas las artes en Europa hasta mediados de siglo XIX. Pero Goethe no fue el primero en utilizar el amor como motor temático para sus obras, porque este sentimiento, tan antiguo como la humanidad, ha sido el eje central de creaciones de todo tipo y de todas las épocas, cosa que demuestra hasta qué punto es importante para nosotros. Y, a pesar de todo, siempre ha sido un gran engaño.

Vivimos con la ilusión de que elegimos pareja imbuidos de un espíritu irracional e incontrolable, consecuencia de un tipo de clic no planeado que se establece entre dos personas para anunciar que son adecuadas para compartir la existencia por siempre jamás (o, siendo realistas, por un periodo más o menos largo de tiempo). Los inclinados a usar mitos para explicar hechos naturales ingeniaron las flechas de Cupido como mecanismo, mientras que otros optaron por inventar el concepto del amor para dar una forma más tangible a esta misteriosa fuerza vital que nos guía los pasos. Pero nuestros apareamientos no han tenido nunca nada de místico ni aleatorio, como difunde el ideal romántico, sino que parece que son parte de un plan definido por milenios de selección natural.

Varios estudios han analizado científicamente el proceso de enamorarse y han encontrado bases químicas que justifican los sofocos que describen los poetas. Una cuestión hormonal, sobre todo, nada que no se vea en otras especies. Quizá lo más interesante es el descubrimiento de lo que podríamos definir como una atracción genética: acabamos juntándonos con personas que tienen una combinación de genes que encaja bien con la nuestra, porque hay similitudes relevantes. La primera sospecha había sido la coincidencia de alturas en las parejas: la gente se suele casar con alguien del mismo percentil. Se creía que esto podía tener una motivación cultural o estocástica, como la tradición de aparejarse dentro del mismo grupo étnico, hasta que un estudio de 2015 demostró similitudes entre amantes, más allá de la altura, que revelaban un patrón de coincidencias genéticas que el azar no podía explicar. Desde entonces, se ha seguido trabajando para comprobar la influencia de los genes en el apareamiento y un conjunto de artículos parece que lo han confirmado, al menos en poblaciones europeas, las más estudiadas. El amor, pues, sería una manera instintiva de reconocer un genoma suficientemente próximo.

Como pasa con cualquier actividad humana, la estructura social ha llegado a un punto de complejidad que la biología no puede explicar todas las facetas de nuestro comportamiento como sí que puede hacer con otros animales. Hoy en día, la informática permite encontrar pareja con la ayuda de algoritmos que no tienen en cuenta los genes, más allá de los que definen el aspecto físico. Las combinaciones de ADN guiadas por este Cupido digital no deben de entrar en los esquemas de la evolución, y a saber hacia qué nuevos horizontes nos llevarán.

Un caballo de batalla del feminismo es la denuncia del concepto de amor romántico como herramienta patriarcal de control y sumisión. Seguro que Goethe no pensaba que el fuego que atizaron las desgracias de Werther acabaría causando este tipo de incendios. En todo caso, es fácil decantar el debate a golpe de ciencia: efectivamente, el amor, en todas sus formas, es una construcción cultural para explicar una atracción genética y, por qué no, también para reforzar la monogamia como modelo reproductivo para nuestra especie. Es cosa nuestra cómo usamos este conocimiento. Sin llegar al extremo de agujerearse el cerebro con una bala, dejarse llevar por este engaño puede ser una de las experiencias más bonitas de la vida, si se hace con mesura.

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