tribuna

La vida resumida en papel

José Manuel Otero Lastres

José Manuel Otero Lastres

A finales de la década de los setenta del siglo pasado dio una conferencia en la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago el profesor portugués Carlos Mota Pinto, catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Coimbra, que entonces era —o acababa de ser, no lo recuerdo con precisión— primer ministro de Portugal. El presentador del conferenciante hizo un semblante muy completo de Mota Pinto, relacionando minuciosamente todos sus méritos, que eran muchos. Seguramente fue por eso por lo que me sorprendió que cuando Mota Pinto tomó la palabra lo primero que hizo fue afirmar: “no me reconozco ante tan elogiosa presentación”. Me pareció una intervención pretendidamente ingeniosa, destinada a impresionar al auditorio repleto de jóvenes universitarios. Lo pensé porque estaba seguro de que solo él le habría podido dar todos esos datos al presentador.

En una línea parecida, Stefan Zweig, en su novela Confusión de sentimientos, cuenta que al consejero privado “R.v.D.”, que narra la obra en primera persona, le prepararon sus discípulos por su sesenta cumpleaños y sus treinta años de actividad académica un libro homenaje en el que se recogían todas sus publicaciones. Al ojearlo dice: “todo cuanto creía vivido y perdido en vida se reúne con orden y método en ese cuadro”. Pero se pregunta “¿era realmente mi vida?”. Y se responde “habla simplemente de mí, pero no revela quién soy”.

Lo que antecede me ha llevado a reflexionar sobre la relación que existe entre la vida de personas ilustres y los intentos de plasmarla por escrito. La cuestión puede resumirse así: ¿existe algún documento u obra en los que se pueda hacer constar por entero la vida de una persona?

No hace falta esforzarse mucho en argumentar que la respuesta a dicha pregunta es negativa. Aunque hay un documento que se denomina curriculum vitae (en castellano hoja de vida) no pasa de ser una recopilación de datos sobre los méritos que hemos ido acumulando fundamentalmente en nuestra vida profesional. Es la biografía, que gramaticalmente significa, según el diccionario de la RAE, “vida de una persona” —con sus sinónimos: semblanza, memorias, historia, confesiones, recuerdos, hazañas, diario— la obra que refleja en mayor medida la vida de un individuo.

A lo dicho cabe añadir que si se trata de una autobiografía (biografía escrita por el propio personaje) es lógico pensar que el autor habrá omitido o deformado los aspectos negativos y resaltado los positivos. Y es que por muy sincero que quiera ser uno sobre lo que le ha acaecido durante su existencia a nadie le es exigible que se haga el harakiri.

Pero ¿puede un tercero aproximarse más que uno mismo a lo que es el relato de su vida? A mi modo de ver, el relato del biógrafo puede perder en fidelidad lo que gana en objetividad, y tanto más cuanto mayor sea el tiempo transcurrido entre la muerte del biografiado y la elaboración de la obra por el biógrafo.

Conviene precisar, sin embargo, que ni siquiera una biografía con distancia suficiente entre la vida del protagonista y su elaboración, asegura un elevado grado de fiabilidad sobre lo realmente acaecido y plasmado en la obra. Hay siempre una parte oculta en la vida del biografiado a la que solo tiene acceso él y cuyo conocimiento siempre quedará fuera del relato plasmado en el papel.

A esta parte, que se guarda en lo más recóndito de nuestro yo, traté de aludir en un cuento que publiqué en el año 2001, titulado “La estatua”, algunos de cuyos principales pasajes reproduzco seguidamente:

“Hacía más de treinta años que se había marchado de aquella ciudad costera. Desde entonces, no había vuelto, pero, tras su jubilación, retornaba al viejo chalé que le habían dejado sus padres… Aquel día, el primero desde su regreso, caminaba lentamente por el paseo marítimo, procurando disfrutar lo más posible del maravilloso paisaje que tenía ante sus ojos… Al regresar hacia casa, se detuvo ante una estatua que le recordaba su niñez. Como casi todas las estatuas de piedra, aquella tampoco tenía ojos, sus párpados estaban abiertos, replegados, enmarcando sendas ojivas de piedra lisa. La miró fijamente a los ojos y recordó que, de pequeño, pensaba que no tenía alma. Pero no por ser de piedra, sino porque, al carecer de iris y pupilas, aquellos ojos de piedra, incompletos, no podían ser espejo de espíritu alguno…”

“Pero aquel día, vio con sorpresa un ligero movimiento en ella y observó que comenzaban a formarse, lentamente, los iris y las pupilas. ¡La estatua tenía ojos! … giró la cabeza hacia él y empezó a hablarle. Te estaba esperando desde hace muchos años… Me erigieron esta estatua por haber sido un benefactor que llevó una vida ejemplar. Pero la gente desconoce el verdadero drama de mi vida. ¡Una misma vida puede ser exitosa para los demás e íntimamente infeliz para su protagonista!

“Lo único que podía haberme salvado fue el amor. Pero nunca amé a nadie. No supe, hasta después de muerto, lo que es amar. No solo es amor la primera pasión que se siente por el otro. También lo es el último suspiro de ternura que se intercambia en el momento de la despedida. Y yo no sentí ni lo uno ni lo otro. Amarse es haber sido uno, ser uno, haber vivido y sentido junto al otro, hasta convertirse, cada uno, en el mejor yo del otro y en su inseparable compañero. Y yo fui tan egoísta que no compartí mi yo con ningún otro. Y aunque la gente no lo sabe, me han convertido en estatua, no por haber sido un personaje relevante, sino porque era la única forma de representar a un ser que no tuvo alma, a alguien que, como la mujer de Lot, miró hacia atrás y no pudo recordar ni siquiera un instante en el que sintiera amor por otro”.