El correo americano

Seguiremos hablando

Xabier Fole

Xabier Fole

Mi amigo Felipe me envió unas fotos de Javier Marías de cuando era joven. Con toda la obra por delante. Ambos lo extrañamos. Seguimos buscando sus artículos bajo la luz del domingo. Esperamos un nuevo título suyo en las librerías. Volvemos a sus entrevistas antiguas con la esperanza de hallar una frase no registrada, una opinión desconcertante, un gesto que pasó inadvertido. Nos preguntamos qué diría él de este tema o de este otro. Recordamos sus aficiones, sus manías, sus enojos. Lo mucho que le molestaba el ruido de las obras o las procesiones de Semana Santa. Su pasión por el cine clásico, la literatura inglesa, los soldados de plomo. La elegancia con la que vestía a sus subordinadas. Aquellas digresiones geniales en Tu rostro mañana: la mancha de sangre en la escalera de la casa, la espada que desenvaina Tupra en el baño…

Como lectores, su muerte, pese a su engañosa distancia física, nos afectó de una manera íntima, chocante, extraña. Por inesperada. Por inoportuna. Y por inverosímil. ¿Cómo no va a estar ahí Javier Marías? Su presencia formaba parte de un paisaje literario compartido. De vez en cuando algunos hablamos de él con la complicidad de quien sólo lo conoció por sus escritos. Como fuimos (y somos) sus interlocutores callados, al apagarse su voz, nos quedamos solos, en silencio, frente al precipicio del anacoluto. Quedan sus libros, nos dicen. Pero seguimos pendientes de lo nuevo de Marías. Y lo nuevo de Marías no llega. Porque lo nuevo es ya lo que se descubre de él en lo viejo.

El año que nos dejó Marías nos dejó también Domingo Villar. Recuerdo la primera vez que me encontré con el inspector Leo Caldas. Cuántas veces habré fantaseado con el mejor de los mundos posibles, ese en el que la costa gallega, con sus playas y sus gentes, sirve como territorio para un buen noir, donde el whisky es reemplazado por el vino blanco y el speakeasy por la taberna. En las páginas de sus novelas nos hemos sentido representados y orgullosos. Si Raymond Chandler no iba a la ría, alguien tenía que llevar la ría a Raymond Chandler. Y ese fue Domingo Villar. La noticia de su muerte temprana provocó desconcierto, incomprensión, mucha tristeza, más aún si uno la recibe en Estados Unidos, donde nació el género literario que él enriqueció y expandió. El escritor no está, pero el personaje que creó sigue caminando por el puerto de nuestras infancias perdidas.

Tampoco esperábamos este año la pérdida de Martin Amis. Leyendo Experiencia, sus memorias, sentí una especie de alivio. Aquel narrador irónico, inteligente y gamberro ofrecía otras posibilidades: un gozo sin disculpas, una catarsis festiva, unas confesiones reconfortantes. Murió de cáncer de esófago, la misma enfermedad que acabó con la vida de su mejor amigo, Christopher Hitchens. Amis, muy afectado por ello, decía que todavía lo buscaba, que todavía hablaba con él. Por eso en su último libro, Desde dentro, lo introdujo de nuevo en su obra. Para recuperar la conversación y añadir el capítulo que habían dejado a medias. Para vengarse así de su muerte.

Los escritores no desaparecen nunca; los de ayer importan más que los de hoy. Y así sucesivamente. Utilizaremos siempre el presente. “Cervantes, mi contemporáneo”, escribió Guillermo Cabrera Infante. Aunque la ausencia se hace notar como una silla vacía en una reunión de amigos, uno nunca se va del todo cuando otros te recuerdan. En las estanterías de la biblioteca están todos ellos, unas veces firmes y ordenados; otras veces escondidos, mezclados, desubicados. Pero todavía vivos. Eso es lo que nos queda: el consuelo de encontrarlos. Que seguiremos hablando.

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