ERROR DEL SISTEMA

Si ese momento hubiera existido

Emma Riverola

Emma Riverola

En ese momento, el cielo ofrecía un atardecer inusual. Una exuberancia de tonos rojizos. Si él —o ella— hubiera levantado y guiado la mirada hacia la derecha, habría sentido que tanta intensidad inflamaba el ánimo. Todo parecía posible ante aquel estallido de bermellones, magentas y naranjas. A la izquierda, los colores se amansaban. Es posible que la belleza del momento hubiera activado sus recuerdos. Otros atardeceres. Quizá algún cuadro que le fascinó en el pasado. Aquel que vio en la Tate Modern, por ejemplo. ¿Era de William Turner?

Si en ese mismo momento hubiera alzado la mirada y admirado el crepúsculo, habría topado con una sonrisa. La pasajera o el pasajero más próximo también asistía con embeleso al espectáculo. Imposible no contagiarse del gesto. Una sonrisa de complicidad, de alegría por vivir un instante único. Con la expresión facial, su cerebro hubiera liberado neurotransmisores secretados por la glándula pituitaria: dopamina, serotonina, endorfinas… Las llaman hormonas de la felicidad. Los milagros escasean, pero siempre hay que celebrar alguna dosis de alivio.

Si en ese momento hubiera sonreído ante un cielo imponente, quizá habría pensado que aquel problema que le reconcomía desde hacía unos días no era tan terrible. O quizá sí lo era, pero no significaba el fin del mundo. Nunca lo era, se animaría. Si el cielo era capaz de mutar por segundos, si era posible tropezarse con un espectáculo tan conmovedor de forma inesperada, seguro que encontraría la manera de superar el problema. Del mismo modo que había sorteado otros baches en su vida.

Si en ese momento la esperanza le hubiera asaltado, quizá le habría parecido buena idea retrasar la llegada a casa. Así, al bajar del autobús, habría paseado durante un rato. Caminar y mirar. Incluso admirar. Los rostros, los edificios, los escaparates… Las luces de las calles ya se habían prendido. En el cielo, el atardecer se había fundido en la noche. La caminata le mantenía en un estado de bienestar y, a la vez, de estimulación. Encontraría una salida, seguro. Incluso empezaba a vislumbrarla.

Pero no hubo crepúsculo ni sonrisa compartida ni paseo. Porque su mirada no se despegó de la pantalla. Justo en el instante en el que llegaba al portal de casa, regaló un me gusta a la imagen de un desconocido: un selfi enmarcado en un cielo saturado de rojo. Qué precioso atardecer, pensó, mientras se perdía en la siguiente publicación. Un vídeo de perros, un político enfadado, una niña herida en Gaza, un pastel de zanahoria…

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