Crónicas galantes

Los pobres no contaminábamos

Ánxel Vence

Ánxel Vence

No hay como ser pobre para ejercer de ecologista, incluso sin pretenderlo. Cuando España vivía en el subdesarrollo, hace solo unos decenios, los productos se compraban a granel y las botellas eran devueltas a las tiendas para darles nuevo uso. Se generaban muy pocos residuos por la fácil razón de que no sobraba casi nada.

No se hablaba entonces de reciclaje, que es concepto reciente; pero aun sin darle ese nombre, era una práctica habitual. Los comerciantes la estimulaban mediante el pago de unos céntimos a los consumidores que optasen por devolver la botella de cerveza, de vino o de lo que fuere. A los envases retornados a la economía circular se les llamaba “cascos”, con significado que ha perdido vigencia y ahora se adjudica a los auriculares.

No es que al personal y al Gobierno de la época les preocupase el cuidado del medio ambiente, por supuesto. Simplemente, España era un país pobre y, en consecuencia, ecológico.

Ahora es mucho mayor, por fortuna, el interés que suscita la ecología; pero también más grande el daño que la prosperidad hace a la capa de ozono.

Semanas atrás, por ejemplo, parecía casi entrañable la imagen de los voluntarios que acudieron a las playas de Galicia y el Cantábrico a recoger bolitas de plástico. Podrían hacerlo cualquier día del año, dado que los reflujos de la marea suelen arrojar diariamente a las playas kilos y kilos de plástico mucho más visible. No hace falta ir a los arenales con guantes y colador.

Hasta es posible —y quizá probable— que muchos de los bienintencionados recaudadores de pélets se lleven a casa la compra del súper en bolsas de plástico. Resulta difícil evitarlo. Muchos productos vienen ya envasados en recipientes hechos de ese material; y aunque uno renuncie a pedir bolsita en la caja, las frutas y verduras exigen ser guardadas en plexiglás. Qué se le va a hacer.

En tiempos menos prósperos, la buena salud de la ecología era consecuencia directa de la economía. Cierto es que los plásticos no circulaban tanto como hoy. No obstante, lo que de verdad influía en la adecuada conducta ambiental de anteriores generaciones era la necesidad de aprovecharlo todo.

Tampoco se trata de que el ecologismo sea un lujo, ni mucho menos. Es una necesidad imperiosa para evitar que acabemos mandando al mundo a tomar por el saco (o por la bolsa de la compra, para ser más precisos).

Lamentablemente, los datos sugieren que los países ricos son los que más contaminan. China, un suponer, ha pasado a ser la mayor fuente de polución desde que se convirtió en la gran fábrica del mundo. A continuación, los que más ensucian la atmósfera son los Estados Unidos y la Unión Europea, como parece lógico.

No hay problema. La ventaja de ser rico —entre otras muchas— es que se le puede mandar la basura a los pobres. Millones de toneladas de residuos tóxicos de los móviles, de las teles, de los lavavajillas y de lo que haga falta van a parar cada año a los vertederos de África, donde nadie los ve.

El que no contamina es porque no puede, para su desgracia. Y encima se les echa la culpa a los indios (de la India) por no hacer una recogida selectiva de sus desperdicios. Además de pringados, apaleados.

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