Las cuentas de la vida

Hacerse cargo

Daniel Capó

Daniel Capó

Los populismos reaparecieron con la crisis de la democracia liberal. Son ciclos recurrentes a lo largo de la historia política del último siglo, en la medida en que el gobierno de las elites no se corresponde siempre con las necesidades del pueblo. Las limitaciones de la representatividad parlamentaria dan lugar así al malestar sordo pero real de una ciudadanía exhausta por las crisis económicas. Una demografía adversa, después de varias décadas padeciendo una natalidad cada vez más reducida; el hiperendeudamiento público y privado, como consecuencia de una visión cortoplacista de la política; y una revolución azuzada tanto por la introducción de nuevas tecnologías como por la globalización y las corrientes migratorias han abierto profundas brechas en la sociedad. Siempre hemos sido vulnerables, pero quizás ahora seamos más conscientes de ello. Bienes básicos que se consideraban casi garantizados en la segunda mitad del XX —pienso en un trabajo estable o en el acceso a la vivienda— se han convertido en lujos. Hablo, claro está, de Occidente. En otras regiones del planeta, la lectura puede —y debe— ser distinta. Los problemas de China no son exactamente los nuestros, ni tampoco las medidas que se aplican. Entre otros motivos, porque China ni es una democracia —al menos en el sentido liberal del término— ni su cultura bebe de las fuentes judeocristianas (Atenas, Roma y Jerusalén) que abrevaron nuestro mundo. Hay vías distintas de desarrollo y lo que no es legítimo para nosotros quizás lo sea para ellos. La humildad consiste también en respetar las diferencias.

Hablaba de los populismos, que son un fenómeno occidental y que reaparece como juntamente con las lesiones ulcerosas de nuestro organismo político. Hay cortes que se aplican a la cultura, tendentes a la sustitución de los valores tradicionales, y brechas que cuentan con un claro sustrato socioeconómico. La relación entre cultura y prosperidad ha sido estudiada desde antiguo —de la tesis de Max Weber sobre el capitalismo al análisis de las virtudes burguesas propuesto por Deirde McCloskey— y haríamos mal en minimizar su importancia. Los populismos se aprovechan de estas grietas que son, a su vez, el reflejo de un malestar real. La eclosión de fake news, por un lado, y el perfeccionamiento de las técnicas propagandísticas, por el otro, facilitan además el surgimiento de universos mentales paralelos y, en ocasiones, antagónicos entre sí. La analista marxista Naomi Klein ha explorado en su reciente ensayo Doppleganger. Un viaje al mundo del espejo (Ed. Paidós) esta especie de realidad virtual donde nada es lo que aparenta ser: ni la derecha ni la izquierda, por así decirlo.

De los populismos occidentales me han interesado las críticas que plantean, aun cuando sean irreales o abiertamente falaces. El mundo no se compone sólo de verdad; se alimenta además de la mentira y de la imaginación. Y con ello no pretendo caer en el relativismo, sino simplemente reconocer la operatividad de las creencias. De hecho, pienso que la democracia liberal —sin renunciar a sus principios ilustrados— debe saber situarse a la escucha de las distintas voces que confluyen en la sociedad —por supuesto, incluso las voces más enojadas—; no para asumir sus respuestas, sino para reconocer la agudeza de sus preguntas. También las elites se equivocan y también ellas son sordas a los lamentos que emergen de las fracturas sociales. En una democracia no puede haber olvidados. Esta idea forma parte de los esfuerzos más nobles del legado de Occidente.

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