Opinión

Lamazares en el CGAC, el alfabeto universal de un ser dicotómico traslúcido

La raíz en la tierra, la actitud mundana, casi humilde, el arte como concepto universal, trascendente, Lamazares crece como un fractal que se expresa reciclándose, como un ser adaptativo, capaz de cumplir con su ahora, de aceptar y entender su misión: “Encarnar el misterio de la vida de tal manera que el cuadro sea una tabla de conocimiento para el hombre”. Así, con esa filosofía, se expresa en cada obra con libertad y capacidad de hacerse entender. Así lo ha demostrado a lo largo de sus 70 años, ahora los resume en el Centro Gallego de Arte Contemporánea de Santiago de Compostela, donde 230 obras ocupan la totalidad del espacio por segunda vez en su historia —antes solo lo había conseguido Maruja Mallo, comisariada por Pilar Corredora—.

En el magnífico edificio de diseñado por Álvaro Siza se aglutinan gran parte, lo más selecto y representativo de un prolífico hacer intencional, prolongado a través de los logros de medio siglo de intensa capacidad de trabajo y alta capacidad de expresión artística. Todo el Lamazarismo se vuelve traslúcido, nunca fue tan comprensible. En sus trabajos, sobre cartón o madera, coloristas o barnizados, satinados o brillantes, por una o dos caras —brifontes o no—, depurados o matéricos, marginales o pobres, acabados hace décadas o retocados hace poco más de un instante, trasladan espiritualidad, emoción, naturaleza, territorio, vida y muerte, ahora y eternidad, compromiso con el arte, nunca indiferencia, quizás sí provocación, la misma tras la que aparenta esconderse una sensibilidad personal de un creador que semeja —al menos a mí así me lo parece—, tan contundente como seductor creativo, una mente rica y una personalidad aguerrida, abierta, ruda cuando lo escoge o de amabilidad extrema, nunca fingida. Antón Lamazares es un ser dicotómico, pero no ambiguo, “con razón e sen ela”.

Hace ya algunos años el creador de Lalín, alumno aventajado de Laxeiro, se dibujó en palabras, al decir: “A lo largo del siglo XX muchos pintores han querido expresar los lugares más ocultos y misteriosos del ser humano, sin embargo, cuando lo han hecho, ha sido por lo general sobre un lienzo blanco, como si fuesen capaces de expresarse sobre el inmaculado territorio de la nada. Para mí el pintor no es quien expresa su potencia sobre una superficie, sino quien consigue entablar una relación de conflicto y de respeto con el mundo que le rodea. Cuando yo cojo un cartón o una madera para pintar sobre ella, lo hago porque pienso que así rememoro la importancia que tiene una dimensión sagrada”. Ahora, en la exposición comisariada con excelencia por el luso António Gonçalves se demuestra la coherencia de lo afirmado por Lamazares, emerge el silencio, lo reflexivo, porque Inda é día, una jornada prolongada de trabajo que se ha prolongado entre 1973 y 2023.

En el entendimiento del autor, en esta exposición es el espectador el que “tiene que ponerse a trabajar”. “Una parte importante la tiene que desarrollar el propio espectador durante su visita (...).

Los cuadros son lo que hay ahí y lo que uno puede ver o quiere ver”, para ello se reclama contemplación y serenidad atenta, el recorrido lento, detenido. “Estoy viendo mi vida. Estoy viendo mi evolución. Unas (obras) me gustan más, otras menos, pero todas lo suficiente como para mantenerlas aquí, que si no, trabajaría sobre ellas (...). Este tipo de exposiciones son necesarias para conocer el trabajo del pintor, no solo una época concreta. Así que estoy muy agradecido y muy contento”.

Lamazares tiene la palabra, no será la última, y puede que con su Alfabeto Delfín, un abecedario que ideó como homenaje a su padre llegue a escribir su propia eternidad universal, incluso como poeta. Pocos han sido y son tan grandes.

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