Opinión

La fauna de la corrupción

Ante cada caso de corrupción abradacabrante se desata la indignación moral, el “todos los políticos iguales” y el “tú lo mismo”, hasta que el escándalo decae y la función circense se pospone. La corrupción corroe la confianza de los ciudadanos en la política y las instituciones, perjudica al crecimiento, del mismo modo que nadie paga impuestos a gusto y mucho menos si sabe que su vecino defrauda al fisco.

La corrupción tiene su propia fauna, con elementos de picaresca adaptada al off shore, a los prodigios del clic digital y a los intersticios de los sistemas políticos, pero correspondiente a flaquezas de la naturaleza humana que ni el regeneracionismo más severo corrige del todo. En el caso de las mascarillas, esa ristra de personajes grotescos y cutres, unos manitas de la estafa con marisquería incorporada, que van nutriéndose de aquella confusión entre lo público y lo privado que casi siempre es beneficiosa para el particular.

Existen maneras para atajar la corrupción pública y convencer a la sociedad de que se entra en una etapa de mayor transparencia. Por ejemplo, que los partidos políticos se comprometan a controlar al máximo la calidad moral de sus candidatos y gestores. La corrupción daña la confianza, retrae las inversiones extranjeras, resta ejemplaridad. De acuerdo con la experiencia de la sociedad española en las últimas décadas, ¿es que la corrupción es cíclica? Más bien sería que toma empuje cuando tiene ocasión: legislación mal concebida, perpetuación en el poder, burbuja inmobiliaria, 2008, el covid, lo que sea. Ya vimos cómo de las tarjetas B a la Operación Púnica, de los ere en Andalucía al caso Palau de la Música o Unió Mallorquina, la licuefacción del bien común parecía ser irreversible.

Aunque sea con retraso, se espera el momento de gravedad en la definición frente a las prácticas corruptoras, de lenguaje de nobleza y condena, de los gestos eficaces de acción política. De nuevo, sería hora de responder con altura al estupor de un país que ya ni se cree lo que pasa. En momentos así, la pregunta no es exactamente si hay algo que los mercados no puedan comprar; lo que nos preguntamos hoy es si existe alguna cosa que la corrupción no pueda intoxicar. Desde luego, en la vida pública hay muchos elementos —ciudadanos, políticos, jueces, empresarios, diputados, periodistas, vida civil— que la corrupción no podrá avasallar, por mucho que digamos que todo tiene un precio. La ejemplaridad no es tan solo un fin, también es un método. No se concibieron las auditorías para otra cosa. La transparencia es una forma de autoridad.

Es así que, de forma siempre imperfecta, pero hasta hoy no superada, los mecanismos de la sociedad abierta permiten airear los establos y abrir ventanales. Es demasiado fácil perder de vista el bien común. Corromper hoy y facturar mañana. Mientras nos instalamos en la sociedad 2.0 y hay quien pone a al día el infalible timo del tocomocho.

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