Opinión

Una terapia obligatoria

Los pigmentos de las obras de arte se degradan debido a la exposición a la luz, a la humedad y demás factores ambientales. En los museos hay una especie de cuadro médico que toma muestras de las pinturas para analizarlas como el que hace una biopsia. En función de sus resultados, algunas piezas son enviadas al departamento de restauración, donde se interviene en las partes dañadas. Como es lógico, no hay pigmento perenne: todos sufren la erosión del tiempo, todos envejecen del mismo modo que envejece el soporte (tela, madera, etc.) sobre el que se han aplicado o los materiales que sirvieron de bastidor. Quizá lo hagan a distinta velocidad, por lo que, aunque formen un solo cuerpo, conviene atenderlos por separado, igual que atendemos de manera distinta al hígado y al corazón.

No sabemos a ciencia cierta qué queda del original de la Última Cena, de Leonardo, que ha sido objeto de numerosas restauraciones a lo largo de su vida. Los museos suelen ser discretos respecto al historial clínico de sus pacientes. Me da por pensar en todo esto en una sala del Museo del Prado en la que un grupo de quince o veinte visitantes se ha detenido ante un cuadro de Velázquez para escuchar las explicaciones del guía. Respiran. Toman el aire, lo sueltan y parte de esas exhalaciones van a parar a la superficie de la pintura. Porciones microscópicas de saliva y de fluidos recogidos del fondo de los pulmones se depositan donde no deben. Cuando alguien estornuda o tose, junto a estas secreciones, viajan miles de bacterias que quizá sean capaces de alimentarse de la materia del cuadro. Algunos admiradores del pintor se han puesto, al salir de casa o del hotel, detrás de las orejas, unas gotas de perfume. Desprenden, pues, asimismo, partículas infinitesimales de los componentes de ese perfume que, del mismo modo que alcanzan mi pituitaria, impregnan la obra de arte.

Es un milagro médico, en fin, que continúen vivas estas muestras magníficas de nuestro pasado. Permanecen porque invertimos en ellas dinero y energías sin cuento. ¿Para qué? Para saber que estuvimos ahí, que fuimos, como especie, capaces de llevar a cabo una proeza como Las Meninas. De los museos se suele salir mejor de lo que se entra. Deberían constituir una terapia obligatoria.

Suscríbete para seguir leyendo