Opinión | Crónicas galantes

¿Para qué sirve una mujer?

Años atrás se organizó en Santiago un happening bajo el título ¿Para qué sirve una mujer?, tan desconcertante como provocador. La conclusión obvia fue que no servía para nada.

Efectivamente, la mujer no es una proveedora de servicios que tenga utilidad como cocinera, gobernanta de la casa, cuidadora de niños y ancianos, abastecedora de coitos para el marido y todas esas funciones que hasta hace poco definían su papel en el mundo. A eso se le llamaba, con no poca exageración, “valores familiares”.

El progreso económico y la civilización en general han derrocado la idea de la mujer entendida como mero instrumento para la satisfacción de necesidades varoniles. Al menos en el hemisferio occidental, las señoras han dejado de ser un adjetivo del hombre, al mismo nivel que el coche o la casa.

Tampoco es un animal como aún creen los devotos de la ley islámica, ni debe ser una sierva de su señor o un trozo de carne que se venda en el mercado del sexo. Ningún sentido tiene que las personas, a diferencia de las mercancías, sean medidas en función del valor de uso y de cambio que les atribuían imparcialmente a estas últimas Adam Smith o Carlos Marx.

El paso de la condición de sirviente a la de persona con iguales derechos que el hombre es mérito que conviene reconocer a las feministas, tan injustamente caricaturizadas en su lucha por la equidad. Algo ayudó también, admitámoslo, la popularización de la democracia y su libre mercado adjunto, que tanto han contribuido a dar independencia económica y, en consecuencia, soberanía personal a la mujer. No ha de ser casual que los mayores índices de igualdad entre señoras y caballeros se den, precisamente, en los países más desarrollados. Es lo que tiene el progreso.

Una vez asumido que la mujer no sirve —felizmente— para nada de lo que antes servía en exclusiva, se abre ahora un nuevo y mucho más entretenido debate. Se trata de averiguar qué es exactamente una mujer, cosa que no se les había ocurrido siquiera a los heterodoxos del happening de Santiago.

La respuesta más sencilla la ofrece el diccionario al definirla como “persona del sexo femenino”; pero tampoco hay que dejarse llevar por las apariencias. Lo que la Academia define como sexo ha pasado a ser “género” en el lenguaje de uso habitual, probablemente por influencia del inglés gender. Se habla de una mujer o de un hombre en los mismos términos que no hace tanto se utilizaban para clasificar los géneros de punto en el comercio.

De este modo, una mujer —o un hombre— podría pertenecer por igual al género textil, al gramatical, al biológico e incluso al de la sociología y la política. Con semejante desconcierto, no extrañará que se acabe describiendo a la mujer como un “constructo social”, “una posición política” o, simplemente, alguien que desee serlo, con independencia de su sexo o género de nacimiento.

Todo esto lo había planteado hace ya cuarenta años un personaje varón de La Vida de Brian que reclamaba su derecho a parir, en igualdad de condiciones con las mujeres. Quien les iba a decir a los Monty Python que su comedia inspiraría un serio debate cuatro decenios después.