Opinión | Arenas movedizas

Los muertos

Conservo los teléfonos de amigos o conocidos que ya han fallecido. Cuando tal cosa ocurre no me atrevo a eliminarlos. Nadie nos ha dicho cuál es el momento oportuno para hacerlo: si transcurridos unos días después del óbito o cuando hemos dado un plazo preceptivo al luto. Las fases del duelo son cinco (o siete, según la ciencia que las dicte) y la prolongación de éstas carece de duración predeterminada, va a criterio del doliente. Conservar en la agenda el teléfono de un amigo o de un familiar que ya no está entre nosotros es algo serio. Uno no borra el móvil de un ser querido como quien deja de desear feliz año pasada la fiesta de Reyes.

A veces los busco en la agenda. Siguen ahí. Sus fotos siguen ahí. Su viudo o su viuda, acaso su padre o su madre, quizá sus hijos no se han deshecho del número y lo conservan como si aún viviera el propietario, creando una suerte de vacío que no lo es del todo porque en la aplicación de mensajería que utilizamos la mayoría conservamos la última conversación, la última broma, el último reproche o un “hasta siempre, amigo”.

Yo no me atrevo a borrarlos. O no quiero. No es tanto un trastorno como una muestra de lealtad, de preservar su memoria mientras nadie usurpe sus números, de mantenerlos ahí hasta que sus seres queridos los hereden, les cambien la fotografía que el titular tenía en vida o los den de baja de un modo irrevocable. En un mundo tan conectado, la muerte definitiva de los amigos se produce cuando su número de teléfono deja de existir y una voz impersonal recita que el número marcado ya no pertenece a ningún cliente.

Mi amigo Paco murió hace unos años. Pobre Paco. Al cabo de unos días me llamó su hermana, pero yo mantenía todavía el teléfono de Paco en la agenda. Paco llamando. Advertí enseguida que otra persona utilizaba el mismo número de teléfono que mi amigo, pero no pude evitar cierto sobrecogimiento. Era una llamada de agradecimiento en nombre de la familia por el cariño recibido durante las exequias. En cierto modo, era Paco agradeciendo. Ella es ahora la titular de esa línea. Imagino que dio la propia de baja para que la memoria de su hermano perdurara también en el teléfono, que es otra forma de que el recuerdo de un ser querido lo acompañe siempre a uno.

No es extraordinario que la familia de un fallecido se resista a cancelar su línea telefónica. No cambian la foto de perfil, no traspasan el número. Ellos o ellas mueren y el contacto perdura como línea en tránsito, dormida, sin nadie más que la utilice, en tierra de nadie.

Se dice que alguien nos deja cuando se muere. No es verdad. Les dejamos nosotros con el olvido y el tiempo. Conservarlos en la agenda es un modo de asomarnos de nuevo a aquella vida que compartimos, de ver sus fotos, de regodearnos en el tiempo vivido en común, leer aquel último mensaje que intercambiamos, comprobar satisfechos que lo vio y, al igual que hacemos como con los que aún siguen entre nosotros, aparcar la respuesta para otro momento, volver en unos meses y seguir la conversación en el punto que la dejamos. Me ocurre con mi amigo Agustín, al que se llevó el cáncer. En ocasiones miro su número y tengo la tentación de enviarle un mensaje. “Querido Agustín, no te vas a creer lo que ha pasado...”. Nunca me atrevo. No habrá doble marca en color azul.