Opinión | Crónicas galantes

El referéndum de Romanones

Al Conde de Romanones le afearon cierta vez la aprobación de una medida que había desechado el día anterior “para siempre jamás”. El entonces primer ministro de Alfonso XIII aclaró de inmediato su posición. “Tengan ustedes en cuenta”, explicó a los periodistas, “que cuando yo digo jamás me refiero siempre al momento presente”. Lo que pudiera pensar al día siguiente ya era otra cosa.

Seguramente conocedor de esta anécdota, el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, acaba de recordarle a su homólogo Pedro Sánchez que la amnistía dejó de ser inconstitucional e “imposible” de un día para otro. “Y lo mismo ocurrirá con el referéndum”, añadió.

Razones no le faltan a Aragonès. El Gobierno de Sánchez defendía rotundamente la inconstitucionalidad de la amnistía hasta las elecciones del pasado verano. Eso nunca iba a suceder.

Los resultados electorales hicieron cambiar de opinión a Sánchez hasta el punto de que no tardaría en promulgar una ley a favor de tal medida. Ahora sostiene con el mismo empuje que el referéndum choca con la Constitución y no se celebrará en modo alguno; pero ahí entra Romanones. Cuando un gobernante dice “jamás”, hay que tener en cuenta que quiere decir “por lo menos hasta esta tarde”.

A diferencia de las amnistías, los referendos los carga el diablo. Que se lo pregunten, si no, a David Cameron, premier británico que se vio obligado a dimitir tras la convocatoria de una consulta sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Hizo campaña a favor de que su país siguiera formando parte de la UE, pero los votantes optaron por llevarle la contraria. Y pasó lo que pasó.

Cameron, que ya se la había jugado al aceptar un referéndum en Escocia —que ganó por los pelos—, acabaría por ser víctima de su desaforada afición a esas consultas.

Quizá el líder conservador británico no tuvo en cuenta que el referéndum es una fórmula política binaria —sí o no— que deriva a los ciudadanos la responsabilidad de decidir sobre asuntos complejos. Los alemanes le temen como a un nublado desde los tiempos en que Adolfo Hitler se afianzó en el poder a fuerza de convocar plebiscitos.

También el general Franco, de famosa alergia a las urnas, organizó varios referendos que generalmente se saldaban con cifras de apoyo al Caudillo cercanas al 100 por ciento del censo. Las elecciones, tan matizadas y tediosas, fueron reemplazadas por consultas populares en las que el gentío votaba sencillamente “Sí” o “No”.

Por más que las garantías de limpieza del voto resulten incomparables con esos ejemplos, el referéndum de Cataluña no dejaría de ser, como todos, una forma más bien simple de resolver un problema complejo. Decidir a una sola carta la alteración de las fronteras en Europa parece, a estas alturas, un acto más bien aventurero.

De ahí que el Gobierno insista en que lo que no puede ser, no puede ser; y además es imposible. Sucede, sin embargo, que eso mismo había dicho a propósito de la amnistía, como ha recordado Pere Aragonès. Convencido de que Sánchez milita en la escuela de Romanones, el líder catalán pronostica ya un referéndum. Y hasta ahora no ha fallado en sus predicciones.

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