Hermida no era ni bueno ni malo. Hermida era Hermida. En aquella época no había buenos o malos periodistas. Eso ha sido un invento de después. En aquella época solo había presentadores de televisión. Semidioses. Sin más adjetivos. Como mucho, la distinción dentro del gremio se alcanzaba si el estilo ante la cámara era tan peculiar que Fernando Esteso hacía imitaciones de él. Y ya. A Jesús Hermida lo imitaba muchísimo todo el mundo, y eso lo hacía enormemente conocido. Pero ni bueno ni malo. En contra de lo que están diciendo los medios estos días, las estrellas de la televisión de entonces no innovaban, no tenían tendencias políticas, no tenían una forma particular de conducir los programas. O, al menos, los espectadores de hace treinta, cuarenta, cincuenta años no notábamos ni dábamos importancia a las posibles innovaciones de los programas, a las tendencias políticas de sus contenidos, a la forma particular de conducirlos. Los dioses no innovan, ni mucho menos son juzgados como buenos o malos. Hermida fue uno de los personajes principales del Cuéntame colectivo de los espectadores españoles, es decir, de los españoles. Por eso la noticia de su muerte no ha producido entre la población un lamento por el talento que nos deja, sino un estremecimiento emocional por la pérdida de un referente más afectivo que profesional, más biográfico que periodístico. Además, su retirada hace ya algunas décadas -el que entrevistó hace pocos años al Rey no era Jesús Hermida, era un walking dead que se le parecía en algunos gestos- evitó que se adaptara a este nuevo mundo de la televisión en donde sí hay buenos y malos periodistas, y extravagancias efectistas para arañar esta noche un punto más de audiencia. Los medios llevan varios días loando las virtudes profesionales de Hermida, y la gente no siente que estén hablando del Hermida que ellos conocieron. Hermida no era ni bueno ni malo. Hermida salía por la televisión y nosotros nos sentábamos en el tresillo para verlo. Y nos reíamos cuando lo imitaban Martes y Trece.