La noche del 9 de febrero de 1974 la actividad en las principales embajadas en Madrid era febril. Las reuniones se sucedían en las sedes diplomáticas norteamericana, alemana y soviética ante los rumores que apuntaban a que Arias Navarro —presidente del último Gobierno nombrado por un Franco muy enfermo tras el asesinato de Carrero Blanco por ETA— iba a pronunciar ante las cámaras de televisión un discurso en el que apostaría por una apertura democrática desde el propio régimen.

Esa misma noche, el sonido del teléfono sobresaltó a un prestigioso oftalmólogo coruñés. Al otro lado de la línea, un interlocutor de Presidencia trasladó una insólita petición a Manuel Sánchez Salorio —cuñado de José Manuel Romay Beccaría, entonces subsecretario de Gobernación—: sólo tenía esa noche para redactar en primera persona una de las partes más conflictivas del discurso de Arias Navarro, la referida a una universidad en pie de guerra.

"Muy apurados tenían que estar —rememora Salorio con ironía—, pero acepté porque la experiencia me pareció excitante. Pasé la noche en vela, escribiendo y corrigiendo. Para meterme en la piel de Arias en el momento de dirigirse a unas Cortes expectantes y calibrar el efecto dramático, le soltaba de viva voz los párrafos que escribía a las estanterías de libros, que hacían el papel de procuradores".

Alas 10 de la mañana volvió a sonar el teléfono: dos estenógrafas tomaron nota del discurso a mano porque Presidencia carecía de grabadora. "Cuando terminé de leerlo, nadie se puso al teléfono para hacer el más mínimo comentario. Nadie me dijo nada, ni el propio Romay. Recuerdo que yo decía que el conflicto era positivo —con la universidad totalmente soliviantada— y me autocensuraba con algo así como ´¡pero ay de quien se desmande!´, que fue paradójicamente lo único que me cortaron. Tanto les daba, porque no tenían la menor intención de aplicar nada de lo que allí se decía", reflexiona Salorio.

El discurso pronunciado dos días después por Arias Navarro —que pasaría a la posteridad como el espíritu del 12 de febrero— causó una conmoción internacional. "El franquismo quiere abrir ventanas", publicó The Times y líderes monárquicos en la oposición como Areilza o Ansón y hasta el viejo profesor socialista Tierno Galván llegaron entonces a dar crédito —aunque reservado— a una apertura del Régimen que no llegaría hasta 1977.

El desesperado intento de Arias Navarro y la surrealista petición al catedrático coruñés —un episodio que permaneció inédito durante más de veinte años— refleja el desconcierto que caracterizó a una Transición que a menudo se presenta como un proceso histórico idílico y organizado. El arranque del episodio no desmerece de un guión de Berlanga: Sucedió que cuando faltaban pocas horas para cerrar el texto que el presidente del Gobierno debía pronunciar a una nación ansiosa de cambios, al ministro de Presidencia y hombre de confianza de Arias Navarro —el lucense Antonio Carro, que sería diputado por la Alianza Popular de Fraga en las primeras elecciones democráticas de 1977— no le convenció la redacción encargada al entonces ministro de Educación, Cruz Martínez de Esteruelas. Buscaban con desesperación una salida, cuando una voz —la de Romay Beccaría— se alzó desde un rincón: "Yo tengo un cuñado catedrático...".

Salorio pensó tras la muerte de Arias en facilitar los ocho o nueve folios manuscritos del discurso, pero los perdió. "Yo vivía entonces en la calle Compostela, y aún recuerdo el cajón donde los guardaba, pero no sé adónde habrán ido a parar. Creo habérselos enseñado en una ocasión a García-Sabell...".

Uno de los primeros daños colaterales causados por el espíritu del espíritu del 12 de febrero recayó precisamente en otro coruñés. La lengua flamígera de José Luis Meilán Gil, que más de una vez ha empedrado su camino político, calificó de verbócratas a los padres intelectuales del polémico discurso en un artículo publicado entonces en el diario ABC. La salida de tono le costó ser destituido en el consejo de Iberia por el entonces presidente del INI, Fernández Ordóñez, que pocos años después sería su compañero en UCD. "Aquello sentó mal entre otros a Pío Cabanillas, que entonces era ministro de Información", recuerda Meilán.

Una de las decisiones más audaces de Adolfo Suárez que allanarían el camino a la democracia, junto con la legalización del Partido Comunista, tuvo lugar en A Coruña: la amnistía que permitió salir de las cárceles a los presos políticos un año antes de las primeras elecciones democráticas de 1977. Por el simbolismo que Coruña tenía entonces como capital estival del Estado durante los veraneos de Franco en Meirás, Suárez eligió precisamente el palacio de María Pita, habitual sede de consejos de ministros en agosto durante la dictadura, como escenario de esta ruptura. El Rey Juan Carlos I y Suárez presidieron el 30 de julio de 1976 en el salón dorado del consistorio coruñés una histórica reunión de Gobierno que aprobó la amnistía y dio el pistoletazo de salida al proceso democrático al convencer a buena parte de los líderes opositores de que su reforma del franquismo desde dentro iba en serio.

El abogado José Luis Rodríguez Pardo, que llegaría a ser secretario general del PSOE en Galicia pero se presentó a las elecciones de 1977 en las listas de aquel prometedor PSG liderado por el Beiras anterior a su enfermedad, reconoce que la Transición fue en A Coruña menos problemática que en Santiago, Vigo o Ferrol por "la relación de alguna gente de la ciudad con la casa no real, es decir, la de Franco, por las relaciones surgidas en los veraneos y en muchos casos esta gente sirvió como barrera de contención contra las persecuciones".

El gran triunfador de las elecciones de 1977 en A Coruña fue el Partido Gallego Independiente (PGI) de Meilán Gil, coaligado en UCD, que obtuvo seis de nueve congresistas y tres senadores. Meilán, que propondría sin éxito a sus compañeros de coalición el ofrecimiento de la presidencia preautonómica a un galleguista histórico como Emilio González López, Iglesias Corral o Paz Andrade, destila una ácida autocrítica sobre ciertas decisiones adoptadas y caminos emprendidos entonces. "En el PGI creíamos en la autonomía, en lo que ahora se llama claramente autogobierno, pero no todos pensaban esto en UCD. Yo era partidario de empalmar la legitimidad democrática obtenida en las urnas con la legitimidad histórica del galleguismo. Una de las operaciones más inteligentes de Suárez fue la venida de Tarradellas en Cataluña. Aquí hubo varias tentativas, pero no salió. Aquel 15 de junio, aunque parezca excesivo decirlo así, hubo en A Coruña un triunfo de centro, pero de centro gallego. ¿Qué nos pasó? Probablemente, no teníamos suficiente fuerza económica para ir adelante y después se forzó la coalición UCD y ahí estuvimos y eso fue un error probablemente. La historia de Galicia hubiese sido distinta", se sincera Meilán.

Después, llegaron palos en las ruedas que abortaron su encumbramiento en la política nacional. "Suárez me dijo que me iba a nombrar ministro para las regiones, pero después eso no salió. Hubo una pequeña maniobra de aquellos barones que desgraciadamente tan mal le fueron a Adolfo Suárez y que tan equivocadamente actuó Suárez con ellos, porque no tenían base electoral. Me invitó a comer en la Moncloa para disculparse, pero le dije que no se preocupase. Éramos buenos amigos", recuerda Meilán.

Con la derecha descabalgada —obtuvo un sólo escaño al Congreso por A Coruña en 1977: el de María Victoria Fernández-España— el otro gran polo era la izquierda, muy dividida. La fuerza hegemónica en la calle —no así en las urnas, puesto que no consiguió representación parlamentaria— era el Partido Comunista y su correa de transmisión sindical, Comisiones Obreras, que pasó a sindicato con carné durante las duras huelgas de la construcción y el metal —las primeras en la ciudad tras la guerra— que movilizaron a 80.000 obreros en la provincia.

El universo socialista estaba dividido en tres familias muy mal avenidas: el PSOE —inexistente en la ciudad hasta la campaña electoral del 77, hasta el punto de que Andrés Eguíbar, que consiguió escaño junto a Francisco Vázquez, acabó pasándose a UCD —, el PSP de Tierno Galván —en el que militaban Carlos Etchevarría o Marcelino Lobato— y el PSG —los pexegos— liderados por Beiras y encuadrados en la Conferencia Socialista Ibérica. Los tres recibían apoyo logístico y financiero de distintas fuentes del partido social demócrata alemán —Brandt apoyaba a Felipe González y Schmidt al viejo profesor—.

Un repaso a las posiciones políticas que los noveles candidatos defendían en aquella primera campaña electoral democrática de 1977 revela asombrosas sorpresas. El socialista Francisco Vázquez, futuro defensor de las esencias nacionales, dejaba escrito para la posteridad en un artículo publicado por aquellas fechas que era partidario de la autodeterminación. "Yo cito ese episodio muchas veces —ironiza el abogado José Luis Rodríguez Pardo, que años después, como referente de la línea galleguista del PSOE, sufriría los embates centralistas de Vázquez— porque aquellas líneas me dejaron absolutamente perplejo. Cuando alguien es capaz de escribir esto y ponerlo digamos como tarjeta de visita suya, parece imposible que sea la misma persona. En aquel artículo escribía: ´Nosotros, los que somos partidarios de la autodeterminación...´. Nosotros nunca fuimos partidarios de la autodeterminación, entre otras razones porque discutíamos el concepto de autodeterminación porque habíamos estado en todos esos manejos en su día y él venía de fuera totalmente, cogía lo bonito, las plumas de las que se vestían las cosas. Oiga, mire usted, le decíamos entonces, autodeterminación la hubo en el Congo o en Argelia ¿pero de qué estamos hablando?".

José Luis Rodríguez Pardo, dirigente del Partido Socialista Galego de Xosé Manuel Beiras hasta las primeras elecciones democráticas de 1977, se integró en 1978 en el PSOE gallego con otros cuadros procedentes del PSG, como Fernando González Laxe, que sería presidente de la Xunta en los años 80. Paradójicamente, el martillo de la corriente galleguista representada por Rodríguez Pardo en el PSOE fue precisamente un Francisco Vázquez que poco antes defendía la autodeterminación. "Nosotros defendíamos una visión federal del partido, que responde a una honda tradición del PSOE y la que aún hoy identifica los órganos de la estructura del partido, que conserva todavía un Comité Federal, en el que por cierto estuvo Vázquez. Pero... ¿dónde está el federalismo?", señala con ironía Rodríguez Pardo.

La inesperada y contundente derrota electoral del PSG propició el pase al PSOE de la llamada corriente galleguista. "El PSG derivó hacia un acercamiento excesivo a los movimientos galleguistas más radicalizados, como UPG o AN-PG. Lo peor fue que Beiras estuvo muy enfermo en las elecciones del 77 y cuando se recuperó ya había pasado todo. Creo que si hubiese obtenido un buen resultado con el PSG, acabaría pactando como fuese la entrada en el PSOE, como ocurrió con Raventós en Cataluña", argumenta José Luis Rodríguez Pardo. El propio Beiras reconoció hace años al autor de este reportaje que seguramente hubiera ocurrido así, "aunque no creo que durara". El peculiar microclima político coruñés en los últimos años del franquismo explica vivencias como las del abogado Manuel Estévez Mengotti, concejal con Franco, referente gallego de aquella Reforma Social Española que se adelantó a los partidos y engrosó posteriormente los cuadros de Adolfo Suárez, y también miembro posteriormente de UCD y PP sin renunciar por ello a sus viejos amigos comunistas.

Mengotti fue protagonista de un episodio único en toda la transición española. En 1975, tras la victoria del equipo español de hockey sobre patines en la final del campeonato mundial sobre la escuadra portuguesa en Riazor, no se le ocurrió otra cosa, con Franco presente, que poner el himno gallego —coreado a voz en grito por miles de gargantas— antes que el español. Pensó que lo iban a fusilar, pero el caso es que Franco "aguantó de pie, sin rechistar y no pasó absolutamente nada".

Mengotti se encontraba una noche de aquellos años en un popular pub del callejón de La Estacada en el que recalaron bailarinas de un ballet ruso al que un comisario político no dejaba hablar con nadie. Se lo comentaron a José Ramón Piñeiro, cuando era jefe de la policía política en A Coruña, antes de ascender a Madrid en 1975, que resumió irónicamente: "Es que para libertad, la que yo os doy".