La historia de la segunda ola del coronavirus constata un fracaso colectivo. La primera la superamos con miles de muertos, decenas de miles de contagiados, un confinamiento en los hogares por sorpresa para el que no estábamos psicológicamente preparados por desconocido, y millones de abrazos frustrados a familiares y amigos. Por nuestra conducta como sociedad parece que lo hemos olvidado.

Dejando aparte la gestión política, cuyos errores en marzo se pueden disculpar por el desconocimiento acerca de cómo afrontar el coronavirus pero cuya improvisación en agosto y septiembre evidencia incompetencia, el comportamiento de parte de la sociedad tampoco deja grandes dosis de esperanza. Al principio de la crisis sanitaria y económica, recluidos en nuestras casas, divagábamos sobre si la sociedad saldría mejor de esta pesadilla, mientras, disciplinados, nos asomábamos cada tarde a las ocho para aplaudir a los sanitarios. Juzguen ustedes mismos lo que ha venido después.

Las recomendaciones para combatir el coronavirus y reducir la curva de contagios y el ingreso de pacientes en hospitales no pueden ser más simples: lavado habitual de manos, uso de mascarilla y distancia social. No constituyen, desde luego, un vasto tratado de medicina de compleja comprensión. Por sí solas, está claro, no sirven para extinguir el virus, pero sí ayudan a contenerlo lejos de la saturación hospitalaria. Ahí tenemos la experiencia del primer desconfinamiento domiciliario. Nos fue tan bien al desconfinarnos que nos confiamos, relajamos las medidas de prevención. Y así nos va ahora.

La actitud de los políticos no ayuda a esa imprescindible labor de concienciación social frente al virus. El Covid-19 parecía ser ese horror definitivo al que apelábamos en nuestra utopía de unir a nuestra clase política. Pero si la pandemia no ha generado consenso político para remar en la misma dirección y dejar a un lado su boba lectura electoral de todo, poca esperanza queda de que algo la una. ¿Qué ejemplo dan reuniéndose en una cena de decenas de asistentes sin mascarilla, por ejemplo, aunque se cumplieran los límites de aforo y distancia social? ¿A qué espera el Gobierno para cumplir su promesa de primavera de aprobar una normativa que ampare la adopción de restricciones sociales sin necesidad de recurrir al estado de alarma que tanto alarma? O la Xunta, tan certera en anticiparse en la aplicación de medidas que seguramente nos han evitado males mayores, ¿por qué se empecina en no informar de la situación exacta de contagios en cada concello o el número de rastreadores con que cuenta, generando así la sensación de que algo quiere ocultar?

Son ejemplos que nada ayudan a generar confianza en la sociedad y, por tanto, atraerla a la imperiosa concienciación contra el virus. Pero esa desafección con la clase política no debe desviarnos de nuestro deber moral de cumplir con unas normas que, aunque dolorosas porque nos alejan de familia y amigos, buscan proteger nuestra salud, primero, y nuestra economía, después. En nuestras manos, nunca valió tanto esta frase hecha, está frenar la pandemia.

Cuando abrieron los colegios, muchos padres y madres preocupados, es comprensible, por la salud de sus hijos, se lanzaron a reclamar medidas de control exhaustivas a los centros educativos. Ahora, algunos de esos mismos padres y madres organizan quedadas por WhatsApp o fiestas de cumpleaños, obviando sin rubor la limitación de asistentes a reuniones o que en ellas solo puedan participar quienes convivan en el mismo domicilio.

Fíjense, por ejemplo, en el uso de la mascarilla, obligatorio tanto en la vía pública como en espacios cerrados. Cuando camine por la calle, observe a los demás. A casi nadie verá sin mascarilla. Obsérvelos en las terrazas de los bares. Casi nadie la lleva. Ese café de media hora como excusa para soltarse del incómodo cubrebocas, cometiendo un flagrante incumplimiento de la norma, claro está.

Ese análisis de terrazas, además, ha destapado, desde hace una semana, curiosos modelos de familias convivientes: cinco mayores que viven juntos; tres parejas con niños que viven juntas; cinco madres que viven juntas... Todos alrededor de una mesa, charlando, comiendo, tomando una café... y, en muchos casos, sin mascarilla. Si esto sucede a la vista de todos, imaginemos qué pasará de puertas adentro de los hogares. Seguro que cada uno de nosotros, o nosotros mismos, conocemos casos de este tipo en los que, imprudentemente, nos exponemos, exponemos a nuestros familiares o amigos, y nos exponen al innecesario y prevenible riesgo de contagio.

Sin duda, estos comportamientos insolidarios no se puede decir que sea generales, pero, reconozcámoslo, están lejos de suponer una excepción en el día a día.

Los expertos en salud pública, que cada día van conociendo mejor el comportamiento del SARS-Cov-2, advierten de que la mayor parte de los nuevos contagios se dan en reuniones sociales en las que no se guardan las mínimas condiciones de prevención. Esta realidad epidemiológica, unida a la desbocada evolución de contagios en Galicia, ha llevado a la Xunta a seguir las recomendaciones de la comisión clínica que la asesora y, entre otras medidas, decretar el cierre de la hostelería.

Cuanto antes asumamos que la contención del coronavirus pasa por el compromiso individual de cada uno de nosotros, mejor nos irá. Evitaremos muertes, pararemos cuarentenas y contendremos la sangría económica que, ahora, vuelve a sacudir la hostelería. El sector, fundamental en una sociedad como la gallega, sufre ahora el mazazo de unas medidas destinadas a contener el virus porque antes cada uno de nosotros fuimos incapaces de frenarlo. A la administración le toca lanzar un salvavidas económico para que bares y restaurantes que se ven obligados a bajar la persiana, un mes en principio, puedan levantarla otra vez. A nosotros nos corresponde, desde nuestra responsabilidad individual, cumplir las medidas de prevención necesarias para revertir la segunda ola y evitar una tercera.