Vicente Todolí | Comisario de arte

“El arte me ha liberado de algunas ataduras del mundo de los museos”

“Siempre he intentado no tener amistad con artistas hasta después de haber trabajado con ellos”, asegura

Vicente Todolí, en su 
jardín de cítricos de
 Palmeras, en 
Valencia.   | // PERALES IBORRA

Vicente Todolí, en su jardín de cítricos de Palmeras, en Valencia. | // PERALES IBORRA / Juan Cruz

Juan Cruz

A metros del mar, en la planicie de Palmera, en medio de su enorme responsabilidad como curador de las artes y descubridor de artistas, vive un artista insólito, Vicente Todolí, 65 años, que no hace pintura, no esculpe, no escribe libros, sino que cuida cítricos en un espacio inmenso de este lugar en el que el Mediterráneo huele a lo que él siembra. Fue de la directiva del IVAM con Carmen Alborch, estudió Historia del Arte en Yale y Nueva York, dirigió la Fundación Serralves en Oporto, durante siete años estuvo al frente de la Tate Modern de Londres, recibió numerosas ofertas para seguir haciendo trabajos similares y, aunque asesora a muchos, solo se ocupa ahora de un museo de Milán, Hangar Bicocca de la Fundación Pirelli. Y de este jardín inmenso que se llama Todoli Citrus y que él cultiva bajo el sol del Mediterráneo. Richard Hamilton, Tacita Dean, Juan Muñoz, Cildo Meireles, Robert Frank y Roni Horn están entre los grandes artistas a los que él ha hecho crecer por el mundo.

Hemos hecho un recorrido por el jardín que le llena de estímulo, ¿no?

Que excita los sentidos, todos los sentidos. La idea tiene su origen en el jardín persa. A España lo traen los árabes y nos dicen que es el lugar más próximo al paraíso en la Tierra. En ese jardín se reunían los poetas y los artistas en general para dialogar o para meditar.

¿Le devuelve a usted a alguna edad?

Cuando era pequeño, después de jugar con mis amigos, me iba a leer entre los naranjos. También compraba cerillas de cera y ahí hacía castillos de fuegos artificiales. Entre el fuego o la lectura, se desataba mi imaginación. Sabía que era un lugar que podía desaparecer y que había que mantenerlo para las futuras generaciones. Era un paisaje agrícola. En el siglo XIX se pasa del cultivo de la caña de azúcar al de naranjas y mandarinas y… Así hasta ahora.

¿Eso es lo que lo ha atado a su tierra?

Es que… Este es mi tercer proyecto agrícola. El primero fue el de La Gallinera [un monte cercano], en 1990. En el 2000 hice el jardín de palmeras y este de ahora es el tercero. Hasta los 21 o 22 años, cuando me fui a Nueva York, lo que quería era escapar, pero no podía viajar y por eso creaba otros mundos. Pero también era muy urbanita, creía que solo en la ciudad se tenía acceso a la cultura, lo cual es cierto, ¿no? Cuando en 1985 entro a trabajar en el IVAM siento que estoy en crisis. Sentía que las imágenes se apoderaban de mí y tuve que ir a un terapeuta para encontrar el equilibrio. Él me decía: “Coge una piedra, no es una imagen, es una cosa. Coge una hoja, no es una imagen, es una cosa. Tienes que entender esto para equilibrarte”. Ese terapeuta también se dedicaba a escribir sobre plantas medicinales y yo lo acompañé a alguna de sus expediciones. Gracias a eso encontré la finca La Gallinera. Entonces: pasé de un ambiente completamente urbano a lo agrícola, y al comparar uno y otro ambiente encontré el equilibrio.

¿Al arte le iría mejor si se alejara de las grandes ciudades?

En España hay un movimiento que se llama Tierra Adentro, o algo así, en el que hacen residencias de artistas en sitios pequeños. Aquí, hace tres semanas, vinieron algunos artistas con sus alumnos para ver el huerto. Desde la pandemia, cada vez hay más gente que valora el mundo rural. Pasó lo mismo con la peste, según Boccaccio, ¿no? La gente se fue de Florencia al campo.

¿Cómo afronta el arte como oficio? ¿Ha variado desde que usted ha descubierto el jardín?

Digamos que el arte es mi oficio porque es mi pasión. A mí me interesa el arte y lo que hay alrededor del arte. El arte me ha liberado de algunas ataduras del mundo de los museos. Los artistas pueden obsesionarse con sus obras, pero yo no tengo obra. Yo soy alguien que analiza las obras de otros. Pero… Creo que ahora este jardín es un museo al aire libre. ¡Y no hace falta cambiar la colección! Cambia sola, con cada estación del año o, incluso, con la luz del día. El jardín no se ve igual por la mañana que por la tarde o por la noche. Es algo inagotable y por eso es una gran obra de arte.

¿Considera que los sentidos reaccionan de manera distinta al ver un cuadro y al relacionarse con los cítricos?

Sí. Al ver un cuadro intervienen la mirada y el cerebro. Pero, bueno, hoy hay muchas instalaciones que se llaman inmersivas y ahí sí que intervienen todos los sentidos porque te piden una interacción.

El jardín, este jardín, es una armonía. ¿Qué es la armonía para usted?

Es el ritmo. Como ocurre también en la poesía y en el cine. Cuando yo trabajo montando una exposición, tengo que ver que el resultado final tenga ese ritmo. Una exposición, además, tiene que funcionar como una unidad.

¿Qué ha de aportar una exposición?

Debe abrir una puerta que tú no sabías que existía. Por tanto: una exposición ha de ampliar mundos. Y eso es conocimiento, ¿no?

¿Desde chico usted ha sido alguien que descubre?

Sí. Siempre he sido muy curioso y me interesaban muchas cosas. La productividad nunca me ha interesado, me ha interesado el conocimiento. Por eso me he dedicado a investigar, además de mirar, claro.

Y en ese gesto de mirar, ¿a quiénes ha terminado admirando?

A los dos artistas con los que he trabajado más: Richard Hamilton y Robert Frank. También a otros, como a… Cildo Meireles quien, por cierto, dijo una frase estupenda: “El arte es de una inutilidad imprescindible”. Pero… Yo siempre he intentado no tener amistad con artistas hasta después de haber trabajado con ellos.

¿Usted se considera un artista?

Pues… A ver: a mí me encanta leer. ¿Porque me encanta leer se me puede considerar un escritor sin obra? Hay muchos artistas que me han dicho: tú también eres un artista. Pero yo solo trabajo con el arte, no tengo obra.

Para este jardín, ¿en qué manifestación artística se inspiró más?

En la gastronomía. Con Richard Hamilton hice un libro sobre Ferran Adrià y él nos llevó a un vivero en medio de un clima hostil en donde había cítricos. Eso se me quedó en la cabeza y… Ya ves ahora, jajajaja, el jardín que está montado…

¿Qué nombres de la literatura le han influido?

Primero, Homero. Luego, Julio Verne. Pero en mi casa no había libros, eh. Yo iba los sábados a coger caracoles y luego los vendía. Con ese dinero, en un quiosco compré un día un libro que era una antología de varios premios Nobel de Literatura y, a partir de entonces, esa fue mi guía. Faulkner, Hemingway, Dos Passos… todos estos me interesaron mucho.

¿El arte plástico puede evocar las mismas sensaciones que la literatura?

Son dos cosas diferentes: palabras e imágenes. Pero sí: ambos evocan sensaciones. Las sensaciones son cosa de todas las artes. El cine es un híbrido, ahí está todo: la literatura, la música, el teatro, la pintura… Todo. A mí me ha influido mucho un libro que se llama El malogrado, de Thomas Bernhard, y la película La zona, de Andrei Tarkovsky.

¿Cómo se lleva usted con la palabra felicidad?

La felicidad es uno de los objetivos en la vida. Pero en la vida hay altos y bajos. Por eso la felicidad es… Un equilibrio inestable, ¿no?