Cuando despedimos a un familiar o amigo se rompen algunos de los infinitos y sutiles hilos que nos unen a la vida: vivencias, recuerdos, sentimientos, afinidades..., que pierden la bilateralidad; cuando ellos se van, se va también una parte de nosotros.

Se fue Leopoldo, Leopoldo Yeste del Olmo, ejemplar esposo, padre y profesional, que ha vivido las tres facetas de forma sencilla, con dedicación y naturalidad; y así lo sienten sus más próximos, sin que tenga que mencionarlo yo. Si lo hago, es en razón a una necesidad personal que me empuja a expresar sentimientos que nacen de la amistad.

Un inciso: la amistad no precisa una convivencia permanente; tampoco necesita afirmaciones diarias; puede existir sin largas ni trascendentes conversaciones. La amistad, creo yo, es una actitud tácita; un estado latente, aceptado por ambas partes, en espera, y conservado en lugar seguro para preservarlo de cualquier daño. Así concibo, concebimos mi esposa y mis hijos, la amistad con Leopoldo.

Vivió la profesión médica con entrega a todos sus pacientes; tuve ocasión de experimentarlo personalmente a cualquier hora, en cualquier circunstancia. Su compañía mitigaba preocupaciones y aliviaba el dolor, no sólo por su celo profesional sino también por su cercanía y sus sencillos comentarios.

Leopoldo era un hombre cordial y simpático, cuya simpatía asomaba a su rostro a través de una casi permanente sonrisa, entre pícara e ingenua. Aunque no era Romeo, Adonis o Clooney, Leopoldo irradiaba un indudable atractivo en el trato personal, en las conversaciones; a lo que hay que añadir su capacidad para encajar una broma y su agilidad para reaccionar con otra, con una anécdota o un chiste.

La seriedad se adueñaba de su expresión sólo ante temas que merecían la pena, como la situación de su querido y doliente Deportivo. Bromas aparte: su vida se asentó sobre sólidos principios morales, religiosos y profesionales, aplicados siempre con convicción y sin desmayo.

María Luisa, Leopoldo, Luis Enrique, Marisa, los amigos de siempre, me siento, nos sentimos orgullosos y agradecidos por haber disfrutado de su amistad. Y aunque su ausencia física supone la rotura de algunos de los invisibles hilos de la amistad, su recuerdo nos produce alegría y nos regala su sonrisa.