12.28 horas. Calle Federico Tapia. Un autobús de la línea 4 inicia su recorrido por el carril reservado al transporte público y, en la vía contigua, un turismo arranca en la misma dirección. El gigante rojo lleva una clara ventaja sobre el pequeño particular hasta que llega a su primera parada, a la altura de la plaza de Vigo, y se topa, nada más reiniciar su marcha, con el semáforo en rojo. Al otro lado de los bolardos conocidos en este caso como aletas de tiburón, el coche comparte calzada con un gran número de vehículos y rara vez puede subir de la segunda marcha en su palanca de cambios; sin embargo, y aunque el 4 tiene vía libre incluso para superar la velocidad permitida, y lo hace, el color rojo continuará en el retrovisor del turismo durante el resto de un viaje con meta en la calle San Juan, coincidiendo con el fin del carril especial.

El carril bus es algo así como un quiero y no puedo. El conductor de la Compañía de Tranvías pisa el acelerador y coge aire hasta que frena, y suspira, porque llega a una parada para recoger viajeros y abrir la puerta de salida a quienes han llegado a su destino. Reinicia su marcha con la esperanza de hacer justicia a una vía reservada para él, sin caravanas ni atascos, y se ve obligado a frenar de nuevo porque el semáforo estaba en verde mientras subían y bajaban los pasajeros y, ahora que ha cerrado sus puertas, la luz se ha vuelto roja. Claramente, un quiero y no puedo.

La solución podría estar en el anunciado a bombo y platillo proyecto Onda Verde, ya puesto en marcha pero no incluido en el único tramo de la ciudad que cuenta con carril bus. Con el nuevo sistema, un localizador instalado en los autobuses indica a la red semafórica de la ciudad, su proximidad a este tipo de señales y, con la llegada del vehículo, el paso a verde para los coches es más rápido. No se trata del mandito inicialmente anunciado para ser manipulado por los conductores de autobús, ni funciona en el carril bus como en un principio se pensó: el sistema opera en tres cruces de Monelos, a la altura del colegio Labaca, en las confluencias de la ronda de Nelle con la avenida Finisterre, Peruleiro y San Pedro de Mezonzo, y en la zona del Mirador de Os Castros.

Continúa el recorrido. El autobús de la línea 4 sigue su marcha, más o menos, en sintonía con el turismo hasta llegar a la plaza de Pontevedra, donde el particular pierde de vista al vehículo de la Compañía de Tranvías incluso pese a los atascos del centro de la ciudad. Finaliza San Andrés y llega Cordonería, Panaderas y el Campo da Leña, de un sólo carril por sentido y sin opción ya de divisar al compañero de ruta en el retrovisor.

El autobús avanza, frena y vuelve a avanzar en una rutina caracterizada por acelerar y frenar en función de si alguien pulsa el botón indicando al conductor su deseo de apearse y de si hay o no gente esperando en las paradas de la línea; una rutina a la que se le suma la obligación de dar paso a los peatones cuando los semáforos están en rojo, algo que parece formar parte de la tediosa Ley de Murphy cuando un bus arranca de un apeadero y dos metros más adelante debe frenar de nuevo.

Es lógico que el turismo gane la carrera. El particular tan sólo es frenado por los semáforos, y las retenciones cuando las hay. Muchos pensaban que el carril bus solucionaría este aspecto, pero lo cierto es que el coche llegó al fin de la calle San Juan, donde se terminan las aletas de tiburón, a las 12.35 horas y el autobús se topó con él, aparcado y esperándole para observar el resultado, a las 12.39. Cuatro minutos de diferencia parecen pocos. Para quienes tienen prisa por llegar a sus destinos continúan siendo un suspenso en el afán por potenciar el transporte público en la ciudad, pero no así para los coches que no tienen que peregrinar detrás de los buses ni coches en doble fila.