"La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortandad de nuestra historia. En las dos primeras semanas del cólera, el cementerio fue desbordado y no quedó sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los restos carcomidos de nuestros próceres sin nombre. Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, tanto de día como de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. La temible enfermedad cesó de pronto, como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos".

Así se refiere el escritor colombiano Gabriel García Márquez en su célebre novela El amor en los tiempos del cólera a la dantesca pandemia que hace ahora 150 años asoló el planeta como un azote de Dios. La epidemia, procedente de Asia, entró en América por Cartagena de Indias, donde mató a la cuarta parte de la población y donde García Márquez sitúa la trama de su obra, la primera escrita después de recibir el Nobel.

La puerta europea del infierno colérico se abrió en Galicia a finales de 1853, cuando tres marineros del barco de guerra Isabel la Católica, anclado en la bahía de Vigo, fueron internados en el lazareto de la isla de San Simón. El contagio se extendió por toda España como una maldición: en apenas un año, mató a cerca de trescientas mil personas y A Coruña, una de las provincias más castigadas por el horror desatado, escribiría una de sus páginas más espantosas.

Llama la atención que un capítulo de tanta trascendencia en la historia coruñesa se encuentre tan poco documentado, por no decir prácticamente en blanco, hasta el punto de que en los libros de historia más extensos publicados sobre la ciudad, ocupe tan solo una anecdótica referencia de unas pocas líneas. "Si la terrible historia del cólera en España no es muy bien conocida, en Galicia lo es aún mucho menos", reconoce el doctor Xosé Carro Otero, presidente de la Real Academia de Medicina y Cirugía, una de las escasas fuentes, que dedica a la epidemia que diezmó A Coruña un capítulo de su libro Materiais para unha historia da medicina galega.

Tal como señala el Nobel colombiano sobre el desconocimiento del verdadero alcance de los estragos del cólera en Cartagena de Indias, también en A Coruña existen discrepancias sobre la mortalidad causada por la atroz pandemia, aunque es indudable que provocó una de las mayores catástrofes en la historia de la ciudad y de la provincia. Otero Carro aporta en su libro datos de la época recogidos en 1974 por el fallecido general de Sanidad Miguel Parrilla Hermida a través de libros de difuntos aún conservados en parroquias coruñesas, que arrojan en un trimestre de 1854, de septiembre a noviembre, el fallecimiento de 1.215 personas sobre un censo de 24.000. Es decir, una tasa de mortalidad del 5% de la población.

"Yo me atrevería a decir que el cólera causó en 1854 la muerte del 10% de los coruñeses", afirma sin embargo Aurea Rey, profesora del instituto de Zalaeta y expresidenta del Círculo de Artesanos, probablemente la persona que más ha investigado este tenebroso episodio de la historia coruñesa, con la finalidad de rellenar las enormes lagunas existentes sobre la dimensión de la epidemia. Durante años se sumergió entre miles de actas y legajos ocultos en el intrincado laberinto de los archivos institucionales, muchos de ellos prácticamente ilegibles por el deteriorado estado de conservación. Las cifras de muertos computados en los libros parroquiales se refieren solo a los enterrados legalmente con nombre y apellidos, "pero los muertos reales tuvieron que ser muchos más", sospecha Aurea. El escenario de la ciudad era dantesco: la gente trataba de huir despavorida, las campanas tocaban permanentemente a muerto, hasta el punto de que tuvieron que prohibir los tañidos porque los miles de enfermos se desesperaban, y los campesinos hambrientos, que recorrían las calles voceando su angustia, eran expulsados por la Guardia Civil. Los entierros se celebraban solo por la noche y sin atravesar la ciudad. Había pánico a los muertos, que marchaban con los niños del asilo y existían fundadas sospechas de que muchos enfermos de cólera fueron enterrados vivos.

"Yo no me atrevo a decir cuántos coruñeses murieron realmente en esa epidemia, pero tuvieron que ser muchos más que los registrados legalmente en las parroquias. No se pone el cólera como causa de la muerte hasta que no queda más remedio, ya que los comerciantes temen el cierre de la ciudad y del puerto. Sorprende por ejemplo en los datos de la época la bajísima mortalidad registrada oficialmente en las cárceles, cuando tuvo que ser altísima. Las condiciones de la cárcel de mujeres, ubicada entonces en lo que después sería la fábrica de tabacos, eran tan aterradoras que cuando se entraba con un farol abierto se apagaba por falta de oxígeno. Los campesinos famélicos que eran devueltos a sus aldeas volvían continuamente y la mayoría seguramente infectados por el cólera. Esos muertos no eran enterrados en panteones ni en nichos. Hicieron una fosa común para enterrar en cal viva a centenares de coléricos. Yo no he encontrado referencia oficial a esa fosa en los documentos de la época, pero descubrí una carta de un alumno de un profesor coruñés de finales del XIX en la que cuenta que su abuela, que vivía en la calle de Riazor y murió del cólera, fue enterrada con otros coléricos en esa fosa común. La carta, que está guardada en la Real Academia Galega, en el fondo de los hermanos De la Iglesia, está remitida por una persona llamada García Boedo, que había sido exalumno de Francisco de la Iglesia en las escuelas de San Agustín. Este hombre, que se encontraba embarcado en una fragata, escribe a su hijo Felisín, también tripulante de un barco, y le da instrucciones, con motivo de una visita a A Coruña. Indica a su hija dónde tiene que alquilar caballos para visitar a sus tías y le dice también dónde está enterrada su abuela, en una fosa común con otras muchas víctimas del cólera. En la carta se dice que sobre esa fosa fue construida la capilla del cementerio de San Amaro", apunta Aurea Rey.

La estadística más sobrecogedora sobre los estragos del cólera en A Coruña corresponde al informe inédito de Nicasio Landa, médico oficial de epidemias en 1854 considerado por los expertos como un pionero de la epidemiología en España, que le atribuye a la provincia de A Coruña un índice de mortalidad de 308 por 1.000 habitantes. Según estos datos, recuperados en 1999 por la Universidad Pública de Navarra, la epidemia se habría cobrado las vidas de casi la tercera parte de la población coruñesa. "Con los condicionantes de la época, y teniendo como únicas fuentes a los libros parroquiales y aun así solo parte de ellos, es muy difícil discernir el verdadero alcance de la mortalidad provocada por el cólera en A Coruña en 1854, pero esas cifras me parecen demasiado altas", matiza el doctor Carro Otero. Un informe publicado en octubre de 2002 por el ingeniero técnico municipal Manuel Lorenzo Mejuto sobre el alumbrado público en A Coruña, recuerda que la iluminación por gas fluido fue inaugurada precisamente en 1854, "un año terrible para la ciudad", contextualiza el autor, "en el que la epidemia de cólera llegó en su período agudo a ocasionar más de 300 defunciones diarias".

El estallido de la epidemia estuvo precedido en 1853 por una de las mayores hambrunas que se recuerdan. La extrema necesidad obligó a los campesinos a comerse las semillas que tenían reservadas para las cosechas, con lo que se vieron condenados a la miseria y a la desesperanza. Las crónicas de la época reflejan un paisaje desolador en el que las multitudes vagan hasta caer muertas camino de las ciudades que atestan para mendigar. "En A Coruña se prohibió mendigar a las puertas de las iglesias, porque la burguesía local no podía soportar el espectáculo. Buena parte de esa población extenuada por el hambre desarrolla ya en 1853 una extraña enfermedad hepática que provoca muchas muertes y sobre ellos actuará implacablemente el cólera, causando una multitudinaria mortalidad", señala Aurea.

Pese a la abnegación de los médicos que intentan contener la epidemia, que costará la vida a alguno como Rosendo Fontenla, el desconocimiento del verdadero origen del cólera, cuyo bacilo no será descubierto por Robert Koch hasta 1883, facilita que los tratamientos aplicados provocasen en muchos casos tanta letalidad como la propia epidemia, como ocurriría en el siglo XX con el sida. Cuando el cólera asiático invadió Galicia en 1854, alguien propuso la teoría de que el corazón se comprimía por una fuerza centrípeta y que se debía disminuir su esfuerzo mediante la sangría. Así pues a las víctimas del cólera se sumaron los enfermos que morían desangrados. A aquella pobre gente tan debilitada primero por la hambruna y después por las atroces diarreas del cólera les aplicaban sanguijuelas o les administraban brebajes para vomitar, que venían a acabar con el suspiro de vitalidad que aún les quedaba. Las medidas higiénicas no pasaban en un primer momento de orear los equipajes de los viajeros que llegaban en la diligencia, a los que se obligaba a sacudir sus vestimentas a la entrada de la ciudad.

Para evitar en lo posible que la enfermedad se propagara se crearon en los pueblos cuadrillas que recorrían las calles para recoger los cadáveres nada más morir, pero las familias intentaban ocultar durante días los fallecimientos ante el temor de que enterrasen a alguien aún vivo, rumor que en todos los pueblos tenía algún precedente verídico. Al principio les decían una misa antes de enterrarlos, pero eran tantos los que morían que algunas veces salía el párroco a la puerta de la iglesia y echaba la bendición a los cadáveres que acumulaban en la plaza. En muchos cementerios se mantenían abiertas fosas familiares a la espera de nuevos fallecimientos entre los parientes cercanos para taparlas cuando se atestaban.

"Las condiciones de los enfermos eran de una miseria imposible de comprender en nuestro tiempo. La mayoría tenían apenas un par de sábanas a lo sumo y carecían de agua para lavar y cambiar a enfermos con diarreas salvajes cada cinco minutos. Esa pobre gente se consumió en su propia mierda", explica con crudeza el doctor Carro Otero.

Las autoridades coruñesas de la época intentaron buscar durante la epidemia un recinto adecuado para usar como hospital, pero no lo consiguieron. "Se barajó la casa de alguien llamado Francisco Pola, que era ebanista, pero se negó, porque argumentaba que nadie iba a comprarle muebles después de acoger a coléricos en su taller. Finalmente se montaron unos hospitalillos en las escuelas de Riazor, San Agustín y el Camino Nuevo, en Santa Lucía. Los tiempos coruñeses del cólera no solo suponen la enorme tragedia que azotó a la ciudad, sino que son la llave para comprender su horizonte hasta la entrada del siglo XX. El peor momento de la pandemia coincide con la convulsión política causada por la revolución progresista y las consecuencias del cólera dejarán durante décadas una ciudad con la población diezmada, plagada de enfermos con secuelas que iban de la ceguera a la invalidez y tan empobrecida que fue necesario montar un hospicio especial, el asilo de mendicidad".

El depauperado panorama social que deja el cólera, unido al reconocimiento legal de la emigración por el Gobierno español en1853, abrirá las puertas a un masivo éxodo a América. "Yo comencé a interesarme al estudiar documentos del Círculo de Artesanos relativos al XIX y me tropecé con el expediente del cólera. No había familia en la que no hubiera dos o tres hermanos muertos. A mí también me sorprendió que se supiera tan poco sobre un capítulo tan dramático de la historia de la ciudad, así que me dediqué durante años a investigarlo", señala la profesora Aurea Rey.

La huella del horror de aquel tiempo se palpa en un poema anónimo compuesto por un joven médico que se conserva en la Real Academia de Medicina: "Días pasaron, ¡Ay!, que luto y llanto entre los coruñeses se veía / Huyen la mayor parte con espanto, cual si llegado fuera el postrer día".