Hungría de mis amores, patria querida". Así se expresa el mendigo cíngaro en la célebre canción húngara de la zarzuela, Alma de Dios, del compositor, José Serrano. Y así podría decir, también el director holandés, Tausk, porque, aunque Hungría no es su patria, su predilección por la música de ese país es bien notoria en la elección de un programa enteramente dedicado a tres compositores húngaros. Otto Tausk es un director interesante. Sobre el pódium, muestra una sorprendente movilidad cuya intención última es la expresividad: se agazapa en los pianísimos, se proyecta hacia delante, se gira, se ladea, en busca de la individualización del músico o del sector de la orquesta que protagonizan un pasaje; realiza fuertes tracciones de los brazos hacia abajo para marcar episodios de gran intensidad. Y todo ello para comunicar, para establecer ese puente ideal entre profesores y público que consigue plenamente con semejante despliegue gestual. Sus versiones cálidas, emotivas le conquistaron el favor del público. En el concierto de Liszt tuvo la inestimable colaboración de un pianista extraordinario: Nikolai Demidenko, a quien ya habíamos aplaudido en, al menos, dos ocasiones anteriores; en un Festival Mozart (2008) y el pasado año. Su toque perlado, su refinamiento sonoro y su capacidad para resolver las mayores dificultades sin aparente esfuerzo le valieron las aclamaciones de la sala. Los preludios, también de Liszt, se ofrecieron en una versión de gran brillantez. Pero no fueron menos interesantes las interpretaciones de las preciosas obras de Dohnanyi y de Ligeti, compositores que tienen en común con Liszt su nacionalidad; y ellos dos, el alejamiento de su patria, el exilio. Como el mendigo errante de la zarzuela de Serrano, Alma de Dios.