U n excelente solista, un experimentado director y una orquesta sinfónica de primer nivel interpretando juntos una obra, ¿pueden realizar una versión poco satisfactoria? Parece extraño, pero eso ocurrió el pasado viernes con la Sinfonía española, de Lalo, en el concierto de la OSG. El violinista de origen indonesio tiene -según el programa de mano- dos espléndidos violines del siglo XVIII: un Stradivarius de 1734 y un Franz Geissenhof de 1739. Pero aquí tocó con un violín francés cuya bella sonoridad, sobre todo en la cuarta cuerda, tiene como contrapartida un registro agudo de volumen reducido. Iskandar articula con elegancia y regula el volumen con acierto, pero dentro de una gama sonora muy corta, de manera que en muchos pasajes apenas se le oye. Por su parte, Eschenbach, aunque procuró cuidar la intensidad de la orquesta en los pasajes en que también debía sonar el violín, desencadenó en los puramente orquestales unos volúmenes que descompensaban el balance sonoro. Su dirección rutinaria no transmitió a la audiencia la emoción de la partitura. Y como la orquesta tampoco sonó demasiado bien, probablemente por el escaso entusiasmo de la batuta, la sala no se mostró demasiado generosa en sus manifestaciones. Con Bruckner, todo cambió. Los violentos contrastes de volumen son habituales en sus obras y en consecuencia nada puede objetarse a una versión muy apasionada donde además la batuta se mostró atentísima a los menores detalles, marcando con claridad las entradas, desplegando una gesticulación rica y eficaz y estableciendo ese puente ideal entre agrupación y público. Grandes ovaciones rubricaron una magnífica versión.