El señor Rivera parecía un hombre coherente y sensato mientras hizo frente en Cataluña al nacionalismo con desparpajo y acierto, lo que le valió como trampolín de lanzamiento a nivel nacional. Pero en cuanto dio el salto a Madrid, la cosa cambió.

Durante la campaña electoral, crecidito con las encuestas, se cansó de pregonar a los cuatro vientos que jamás entraría en ningún Gobierno que no presidiera él, y que, si él no ganaba, solo permitiría gobernar al ganador. Pero al día siguiente de las elecciones, y viendo que no solo no había sido medalla de oro -como esperaba- sino que ni siquiera había conseguido subir al podio y, sobre todo, que quien había ganado las elecciones era el PP, siguió diciendo que no apoyaría a nadie; que como mucho se abstendría.

Pero en cuanto Rajoy echó cuentas y, ante la negativa de Sánchez y de Rivera a la gran coalición, como cestero experimentado, vio que no le llegaban los mimbres para hacer un cesto, y cedió los bártulos de cestero a Pedro; a Rivera le faltó tiempo para poner a su disposición todos sus mimbres y comprarle la burra de: "lo que votaron los españoles fue cambiar a Rajoy". Luego vendría lo más insólito: presumir de hombre de Estado por hacer de correveidile del PSOE, para pedirle al ganador que se fuera a casa (¿por viejo?) y cediera sus mimbres a la sociedad de cesteros formada por él mismo y el osado Pedro.

Como diría el profesor Barreiro Rivas, el que quiera chuparse el dedo es muy libre de hacerlo, y puede comprarle los cestos que quiera a Rivera. Pero quien, en las próximas elecciones, le otorgue los mimbres en la creencia de que, llegado el momento, los juntará con los de Rajoy, es que no entiende de cestos.