Parece que ha estado siempre ahí, que nada puede vaciarla y dejarla sin el alma que cada coruñés que pasa le deja impregnada en sus paredes y escaparates. Por ella pasaron y pasearon ilustres artistas, vecinos anónimos, visitantes y políticos desde que se pusieron en el suelo sus primeras piedras y es que la calle Real es una de las que más pasos ha contado en su historia; algunos de esos pasos los ha registrado Vicente Iglesias Martelo en el libro La calle Real coruñesa. Historias, vivencias, editado por Publicaciones Arenas, en el que estudia la historia de la peatonal durante los siglos XVIII y XIX.

Han sido muchas las horas que el escritor Vicente Iglesias ha dedicado a la investigación de las múltiples vidas que han tenido los locales comerciales de la calle Real y de las personas que, algunas veces por casualidad, otras por herencia o por necesidad hicieron de los inmuebles de la calle peatonal su lugar de residencia.

Al pie de esta calle, Melanie Griffith se compró un abrigo hace unos meses, el niño Pablo Picasso expuso por primera vez sus dibujos, Camilo José Cela mostró sus cuadros, aún cuando muy pocas personas conocían esa faceta suya de pintor y Castelao pasaba, apurado, camino de la sede de As irmandades da Fala -creada en la calle de A Franxa- y Jorge El Inglés, decía de ella, cuando llegó a A Coruña a vender biblias, que la calle Real estaba enlosada de mármol, algo que no era cierto, pero que a él se lo parecía y pensaba y lo decía, que en ella se podría comer la sopa.

Está considerada la columna vertebral de la ciudad y los historiadores dicen que su importancia, hoy en día, se debe a su tradición además de a la conexión que ofrece con el Concello, con el Obelisco y con otras zonas comerciales, como la calle San Andrés y los cines del Puerto Centro de Ocio.

Hay quien recuerda todavía como más de una decena los locales comerciales de la vía que estaban dedicados a la venta de zapatos, y de cómo se vivía la política, el ocio, la revolución y el franquismo en esta calle relacionada con la vida social, con el paseo, la diversión y la moda que ha ido evolucionando, desde las camiserías que vendían productos exclusivos y hechos a medida hasta las grandes cajas de cartón que duermen en la calle y llenan de vestidos -fabricados al otro lado del mundo-los almacenes de multinacionales de la moda.

Es la calle Real, la que tiene tanta historia como las avenidas que abren en dos las grandes ciudades y que, como toda vía principal, es como el salón de una casa para los que viven cerca o lejos de ella, en la que los vecinos se encuentran muchas veces sin buscarse y en la que se gestan las grandes ideas y proyectos; la que eligen los artistas para instalarse cuando deciden crear y a la que vuelven mujeres como Juana de Vega, después de perder a su marido, a pasar los días de viudez, con el corazón de su marido metido en un frasco.

Existe un censo de comerciantes y profesionales que data del año 1821, en el que se recogen actividades tan olvidadas ya como la bohemia, la que desarrollaban los tenderos de quincalla y los caldereros, armeros, espaderos y fundidores. Ahora, casi dos siglos después, en la calle Real apenas existen ya profesionales dedicados a la artesanía, salvo los joyeros y los sastres que fabrican, todavía con sus manos, algunos de los productos que ponen a la venta y exponen en sus escaparates. Sus locales abren las verjas, las puertas y portalones para recibir a los que, bien por afición bien por obligación, han de entrar en los establecimientos que se han reciclado o que han mantenido la actividad que, desde siempre, han tenido los negocios que regentan.

Dos siglos de vivencias y, entre tantos años, ires y venires políticos y económicos, no han sido demasiados los negocios que han conseguido sobrevivir en la calle Real.

Negocios centenarios

A duras penas se pueden contar cuatro: la joyería Malde, abierta desde el año 1898 por Manuel Malde López -y que, en la actualidad, está regentada ya por la tercera y la cuarta generación de joyeros de la familia-; la mercería Guante Varadé, que abrió sus puertas por vez primera en la calle Real en 1902, con las medias y los guantes como producto estrella y que ha tenido, como los demás establecimientos, que adaptarse a las nuevas tendencias y a los caprichos de la moda, para seguir despachando sus prendas -cuando Guante Varadé abrió, sus dueños ni siquiera pensaban que, algún día, al lado de sus medias, comercializarían biquinis-.

Algunos cambios menos ha sufrido otro negocio centenario que sigue en pie: la farmacia Villar, inaugurada en 1827, y que mantiene la estructura de aquel bajo del número 82 de la calle principal de la ciudad; un negocio que, cada tarde, se reconvertía en mentidero y lugar de intercambios culturales. El que ha vuelto a los orígenes es su vecino, el Bazar de Pepe, que empezó en 1829 a vender cuadros y marcos, pero que, hace años, abrió mercado y se dedicó a la venta también de juguetes como muñecas sevillanas y caballos de cartón. Las generaciones posteriores optaron por la tradición.