Nací en la calle Travesía de la Merced, en la zona de Os Castros, en una familia formada por mis padres, Lorenzo Martínez Viadi y Leonor Gil Ramos, ya fallecidos, y mis diez hermanos -Lorenzo, Leonor, Carlos, José Luis, José Antonio, Enrique, José Manuel, Mari Paz, María Teresa y Consuelo, las dos últimas, fallecidas-. Mi padre fue una persona muy conocida en la ciudad, sobre todo en el puerto pesquero, ya que regentaba la conocida empresa de efectos navales La Naval, una de las primeras de este tipo que abrió en A Coruña. El negocio, en la actualidad, lo dirigen mis hermanos José Manuel y Enrique.

Mi primer colegio fue el Fernández Latorre, ubicado en los bajos del antiguo edificio de las cigarreras. En el centro permanecí hasta los catorce años. Después, ingresé en el Instituto Masculino, donde cursé Bachillerato. Mis primeros amigos, los de siempre, fueron los de la calle, como Miguel Bello Rial, Francisco Blas Santiso, Francisco Suárez Saleta, Cousillas Ferreiro, Juan Muñiz Gude, Rogelio Ramallo Villa y algunos más. Todos formábamos una de las pandillas más grandes de la zona.

De hecho, cuando acudíamos al cine ocupábamos varias filas. En las películas infantiles lo pasábamos fenomenal, sobre todo en los cines Dore, España, Gaiteira y Monelos, que eran los más baratos para la chavalada, sobre todo si sacabas entradas para general, donde te encontrabas de todo, desde pipas hasta pulgas. Nuestros padres solían avisarnos de que no fuésemos a general porque llegábamos a casa con piojos y pulgas, pero nosotros no les hacíamos caso e íbamos porque las localidades eran las más baratas. Así, nos sobraba dinero para comprar las pocas chucherías que vendían en unos pequeños carritos situados frente a los cines. Lo que más se compraba eran los pirulís, los chupas, las pipas, el palo de algarroba y el pan de higo, pero los que más nos gustaban a la chavalada eran los famosos pasteles Chantilly, que costaban un real y eran tan grandes que casi te duraban toda la película.

Nuestros juegos de pandilla casi siempre los hacíamos en la antigua plaza de A Palloza. Todavía existían las rederas y la frigorífica. Recuerdo los dos pequeños quioscos que había en el centro de la plaza, los de Agustín y Geluca, y el casetón de Toñito, el zapatero. Después, se incorporó la churrería El Timón, que, según parece, se instaló después de que todos los inviernos se ubicase el teatro argentino. Tampoco quiero olvidarme de un viejo carrusel de madera que durante años hizo las delicias de los más pequeños. En ocasiones, se ubicó en la plaza el circo de los hermanos Tonetti, que tuvieron mucho éxito con el número de la pescadora. Nosotros, igual que toda la chavalada, tratábamos de mirar a través de alguna rendija de las ventanas a las vedettes que actuaban, ya que la entrada era solo para mayores de edad. Los niños, además, organizábamos batallas de pedradas en un solar de Concepción Arenal. Para parapetarnos solíamos utilizar las antiguas mesas rotas de la cervecería. Algunos miembros de la pandilla acabaron visitando las casas de socorro de A Palloza y de Santa Lucía. Después de la batalla, jugábamos un partido con una pelota de trapo, como si fuese un frontón, que le llamábamos el juego de Vampi. Solíamos utilizar una pared situada en la escalinata de Santa Lucía, encima de donde hoy está el centro cívico.

Algunas tardes las pasábamos jugando a la pelota en la explanada de la antigua estación del norte y haciendo columpios con viejas cuerdas que atábamos a los árboles que rodeaban toda la estación. Los juegos desaparecieron después del incendio que destruyó por completo la estación. Cuando hacía buen tiempo, sobre todo los fines de semana, solíamos salir hasta el primer o segundo túnel de San Cristóbal para coger ramas y moras.

Tengo que decir que, al igual que otras muchas pandillas, fuimos a la pitada y a tratar de coger en el muelle el cáñamo de las viejas redes para venderlo en la charcutería de Maruja, situada en el rellano de San Diego. A veces, también íbamos al muelle de A Palloza, ya que tenía anzuelos y tanza gratis que cogía en La Naval, y pescábamos panchos y jurelos, entre otros, que luego vendíamos en la Riudauga y, así, teníamos para nuestros pequeños vicios. La buena vida se acaba y, cuando terminé el Bachillerato, me puse a trabajar durante un año con mi padre, pero mi primer empleo oficial fue en la Jefatura de Minas del edificio de la Casa Barrié, en Linares Rivas. Allí estuve hasta 1973, fecha en la que entré en Emesa, una de las empresas más importantes de A Coruña. En 1986, cuando se hizo la primera reconversión, dejé la compañía. Me marché con otros compañeros y montamos una pequeña empresa de montajes y construcciones metálicas. En 1988, me jubilé.

Para terminar esta historia solo me falta contar los buenos momentos que pasé en verano en las playas de Lanzarote. Recuerdo que mi primer baile fue en el Centro Deportivo Santa Lucía, donde conocí a mi mujer, María López Corral, con la que tengo cinco hijos: María Begoña, Alejandro, Carlos, Ana y Natalia. Hoy tengo ocho nietos. Tampoco puedo olvidarme de los buenos ratos que pasamos en bares como el Mantiñán y Castiñeiras, el Rueda o el Oliunardo. Solíamos pasar buenos ratos tomando sus famosas tapas y buenos riberos, además de jugar mucho a la baraja en el bar Sisarga de Castiñeiras. La ciudad de nuestra época era mucho más acogedora y cosmopolita que la de hoy en día. Ahora casi nadie se conoce.