Nací en la calle Observatorio, donde viví con mis padres, Chucho y Concha, quienes inicialmente residían en Labañou con mi abuelo Manuel. Allí nacieron también mis hermanos Pepe, Pilar, Conchita, Margarita, Chus, Chiruca y Javier. Mi primer colegio fue el que había en el primer piso de nuestra casa, donde nos daba clase la profesora Chelito, que también vivía allí.

A los doce años entré en el Hogar de Santa Margarita, donde conseguí el certificado escolar, tras lo que me puse a trabajar en la joyería La Esmeralda, situada en el Cantón Grande en el edificio del Banco Hispano Americano. Allí estuve veinte años y después abrí un negocio con dos compañeros mayoristas de joyas en la avenida de Arteixo, para terminar mi vida laboral como pulidora de joyas.

Mis amigas de toda la vida eran de mi barrio e íbamos a jugar a lugares como el paseo de los Puentes, donde había que tener cuidado para no estropear la poca ropa que teníamos y, sobre todo, las suelas de las zapatillas de esparto. Cuando teníamos hambre íbamos a las fincas a buscar mazorcas de maíz para asarlas junto con patatas, aunque al volver a casa oliendo a humo había que poner a ventilar la ropa para poder usarla al día siguiente, ya que lavarla costaba mucho y además había que ir a buscar el agua a la fuente del paseo de los Puentes.

Me acuerdo que había un regato para lavar la ropa al lado de la desaparecida Imprenta Roel, en cuyos alrededores estaban los viveros de flores del Ayuntamiento, donde luego se trasladó la iglesia de los franciscanos, que fue traída piedra a piedra desde la Ciudad Vieja.

Mi pandilla estuvo formada por Maribel, Lisuca, María Jesús, Manolita, Juanín, Vilas, Rosa Mari, Mari Carmen Mata y Tonecho, además de mis hermanos, y éramos conocidos como Los Toreros gracias a mi abuelo materno, José, quien un día fue a los toros con un traje y un sombrero que le dejaron y al verle la gente decía que parecía Manolete, por lo que ese apodo, del que estamos muy orgullosos, pasó a toda mi familia y a mi grupo de amigos y así nos conoce toda la gente de mi edad.

Uno de nuestros entretenimientos era ir al cine los domingos, sobre todo a los Finisterre, Santa Margarita, Dore y España. Si la película no era buena o se marchaba la luz, hacíamos tanto barullo que ni el acomodador se atrevía a venir. Luego, al salir, los chavales solíamos recrear las películas haciendo batallitas entre nosotros.

Uno de los recuerdos que tengo de mi infancia son las vacunas que nos ponía el viejo practicante llamado Manolo, quien lo hacía con unas plumas de escribir que nos dejaban en el brazo un gran rosetón que yo aún conservo. En verano íbamos acompañados de algún familiar a la playa de Riazor, donde mi madre desde su juventud trabajó como empleada de las casetas de baño estrechas que tenía el Ayuntamiento y luego fueron sustituidas por otras más anchas y con ropero en los bajos del Playa Club que llevaba primero la familia Forján y luego pasaron a los Pereira. Gracias a ese trabajo de mi madre, cuando íbamos a la playa teníamos caseta y ducha gratis.

En nuestra juventud empezamos a disfrutar de los bailes y fiestas de los barrios ya sin llevar carabina, aunque lo malo de ser mujer en aquella época era que a las nueve como máximo teníamos que estar en casa.

Entre mis recuerdos de aquellos años está la Tómbola de Caridad de los jardines de Méndez Núñez, a la que nos llevaban nuestros padres cuando éramos pequeños al bajar al centro y donde cogíamos las rifas con postalillas que la gente tiraba. También me acuerdo de cuando Franco venía en verano y se engalanaba la ciudad, así como el entierro de Pedro Barrié de la Maza, cuyo féretro fue llevado a hombros por los Cantones. En la actualidad sigo viviendo en la calle Observatorio y conservo a casi todos mis amigos de la infancia.