Parece innecesario traducir al gallego a Don Ramón. Su obra es profundamente nuestra sin que sea preciso galleguizarla (como si se tratase de un hipergaleguismo). Cierto que la traducción de Guede es magnífica; pero Valle escribe en un lenguaje plenamente original hecho de palabras de muy diversas procedencias incluida la lengua gallega, a menudo acastrapada, y esa riqueza se pierde. Sea como fuere, la representación es soberbia. Con una escena sencilla, esquemática, pero plena de sugerencias, los actores se desenvuelven con una tan veraz convicción que la transmiten al público. Una convicción que no deja de resultar sorprendente cuando estamos ante un teatro de fantoches, de muñecos y marionetas. Lo que sucede es que Valle termina por infundirles vida al extremo de que el espectador, fascinado, se siente sobrecogido por las terribles acciones de estas criaturas. Por buscar un símil musical, algo parecido nos sucede con Petruchka, la genial obra de Stravinsky donde la muerte del muñeco de guiñol acaba por conmovernos como si se tratase de un ser humano. Al final de la obra, el hecho se denuncia como un verdadero asesinato; y el mago ha de recordar a la policía que sólo se trata de un títere. Bernardo Martínez ha creado una música que halla inspiración en los romances de ciegos; es adecuada y eficaz, por su atemporalidad. La idea de versificar y musicar las didascalias de Valle consigue que no las perdamos del todo. ¿No se decía que el teatro de Don Ramón era irrepresentable en gran medida a causa de ellas? Es una idea brillante la de añadir música ajena a la música que encierran en sí mismas las creaciones de nuestro gran Don Ramón María. Porque música sí tienen.