Me crié en la plaza María Pita, donde viví con mis padres, Maximino y María del Carmen, y mis hermanos Mari Carmen, Maxi, Inés y Pablo. Mi padre fue administrador de la Fábrica de Armas, primero cuando estuvo en el colegio Curros Enríquez y luego en Pedralonga, mientras que mi madre se dedicó al cuidado de los hijos y de la casa.

Mi primer colegio fue La Grande Obra de Atocha, en el que estuve hasta los diez años, edad a la que pasé a los Salesianos. Allí estudié hasta los dieciséis años, edad en la que marché a Burgos para hacer la carrera de Aparejadores, que terminé aquí cuando se instalaron en Riazor los barracones universitarios frente al estadio. Al acabar la mili empecé a trabajar con el arquitecto José González-Cebrián y luego di clases en la Universidad y me casé con Loreto González Dopeso, con quien tengo dos hijos, Loreto y José. Después seguí trabajando como funcionario el resto de mi vida profesional.

Mis primeros amigos fueron vecinos de los alrededores de mi casa, como Alberto Iglesias Lugrís, José Antonio Pastur, José, Juan Mateos, Benito, Chus, Carlos, Manti, Julio Acevedo el del Yéboles, Cris y Ana. Con todos ellos jugaba por todo el barrio, pero sobre todo en María Pita, que entonces estaba sin asfaltar. Para jugar al che, mis hermanos y yo éramos afortunados porque mi padre nos conseguía limas viejas en la Fábrica de Armas y así ganábamos a todos los que jugaban con una punta o clavo viejos. Allí también jugábamos al fútbol contra otras pandillas, lo que enfadaba mucho al guardia municipal al que llamábamos Cachas Tornadas, que hacía todo lo posible por quitarnos la pelota. Cuando lo conseguía, alguno de nosotros iba por detrás de él y se la quitaba para luego salir corriendo, tras lo que nos íbamos a jugar a la plaza de España o las plazoletas de San Nicolás y San Jorge.

También íbamos a los varaderos de la Dársena a jugar entre los barcos, a la playa de O Parrote o a los muelles de trasatlánticos para ver los barcos de pasajeros, sobre todo los que traían estudiantes ingleses, como el Uganda y el Devonia, algunos de ellos negros, lo que nos causaba sensación porque entonces era difícil ver a personas de este color en la ciudad. Cuando llegaban estos buques aparecía por allí el famoso Clemente con su bicicleta para lanzarse al mar con ella y luego pedir unas monedas a los estudiantes.

Íbamos a la playa de O Parrote tanto en verano como en invierno para coger marisco durante la marea baja y comerlo crudo. Allí estuvo fondeado un yate llamado Zimoa que había sido decomisado, por lo que cuando había bajamar íbamos a coger los mejillones que crecían en su casco, que calentábamos en una lata vieja con agua para que se abrieran.

Una de las anécdotas de mi infancia es que iba con mi amigo Elícegui, al que llamábamos el gran Raulito, a María Pita a esperar a que llegara el coche del alcalde, ya que él le abría la puerta y la pandilla nos poníamos firmes al lado y nos saludaba. También lo hacíamos con los escoltas de Franco cuando iba al Náutico, por lo que luego nos dejaban sentarnos en sus coches americanos, que nos parecían gigantescos.

Tengo que destacar lo bien que lo pasábamos cuando íbamos al cine, sobre todo al Hércules. En los Salesianos nos hacían ir a la fuerza y a veces castigados por don Gregorio, al que llamábamos el Chepi, quien nos castigaba en un rincón sosteniendo un pesado libro o nos lanzaba una campanilla cuando hablábamos sin prestarle atención. También me acuerdo de la Tómbola de la Caridad que se instalaba frente al Kiosko Alfonso y en la que mi padre ayudaba como voluntario de Acción Católica, por lo que mis hermanos y yo teníamos muchas postalillas de las que salían en los boletos que se vendían allí.

Esperábamos con ansiedad que llegaran los Reyes Magos para que nos trajeran los juguetes que la Fábrica de Armas regalaba a sus trabajadores, entre los que un año figuró un juego de arquitectura de madera con el que comenzó mi afición por esta profesión, ya que me pasaba el día montándolo y desmontándolo. En mi juventud iba con mi pandilla por las calles de los vinos y parábamos en bares como el Dos Ciudades, que llevaba el padre de los hermanos López Mariño, y en el Yéboles, donde estaban los hermanos Julio y Manuel Acevedo.

No me perdía ninguna fiesta ni baile, como los de La Granja en San Agustín, al que la gente al principio lo confundía con el restaurante del mismo nombre que tenía mi abuelo en María Pita en la época de la Guerra Civil. Mi madre y su padre habían tenido una casa de comidas llamada Barlovento detrás de la antigua iglesia de Santa Lucía y desde allí vieron a los guardias de asalto disparar contra las personas que se habían subido al campanario, por lo que le quedó un mal recuerdo de aquellos días.

Testimonio recogido por Luis Longueira