Me crié en la calle Vizcaya, en la que estuve viviendo con mi familia hasta que cuando yo tenía once años nos mudamos a Marqués de Figueroa, en la que hoy sigo residiendo. Mi primer colegio fue El Despertador, que estaba situado encima de la panadería Porfirio, casi al final de la cuesta de la calle Vizcaya, donde tuve como compañeros a Patricio, Ángel, Juan, Antonio, Manuel, Manolo y Daniel.

Al cambiar de domicilio, de ese colegio pasé al Concepción Arenal y más tarde a los Maristas, aunque terminé mis estudios en el colegio El Ángel, que estaba situado en la plaza de Lugo. A pesar de mudarme de casa, seguí formando parte de una gran pandilla de amigos de las calles Vizcaya, San Luis y San Vicente, en la que estaban los hermanos Longueira, sobre todo Geluco, el menor, Daniel, Víctor, Carlos Muiños, Veloso, Expósito, Manolito y Carlos Arias, con quienes lo pase fenomenal en mis años de infancia y juventud, en los que nos las teníamos que ingeniar para suplir la falta de juguetes con cualquier cosa, ya que eran tiempos difíciles porque hacía poco que había terminado la guerra mundial y España estaba sometida al racionamiento.

La ventaja que teníamos quienes éramos niños en aquellos años es que hacíamos pandillas de amigos de nuestras calles que duraban para toda la vida. En mi caso también hice amigos en otras calles, como Carrancholas, Mililito, Luisito el del zapatero, Yuli, Teresita y Pilar Moreno. Recuerdo que unos días jugábamos los chicos solos y otros lo hacíamos con las chicas, incluso a sus juegos sin que hubiera ningún problema, al igual que hacían ellas también a los nuestros, como las bolas, el che, las chapas y la bujaina, a lo que muchas de nuestras amigas sabían jugar mejor que nosotros, en unas calles que estaban entonces sin asfaltar.

El corre que te pillo era un juego al que nos gustaba mucho jugar por los campos de los alrededores, así como con los carritos de madera por las pendientes de las primeras calles que se empezaron a asfaltar. Era un reto para todas las pandillas, que nos juntábamos para hacer competiciones entre nosotros y, en función del tamaño del que hiciéramos el carro, podíamos bajar en el mismo hasta cuatro chavales, aunque había que tener cuidado de que no se rompiera con el peso y de que no saliéramos despedidos y dando vueltas, lo que solía suceder bastantes veces, por lo que nos quedaban las manos y las piernas rozadas y, si además nos rompíamos la ropa o los zapatos, cuando llegábamos a casa nos daban una tunda o nos castigaban sin salir a la calle.

Pro no nos importaba, porque estábamos acostumbrados a que lo hicieran cuando hacíamos algo malo tanto en casa como en el colegio. Cuando jugábamos a la pelota en la calle, teníamos que tener cuidado de no romper el cristal de una ventana, cosa que solía suceder, ya que nuestros padres tenían que pagarlo porque todos los vecinos nos conocían y avisaban a nuestras familias. Por eso preferíamos ir a jugar a cualquier campo en el que no hubiera ropa puesta a secar, como los de la Peña, Ángel Senra, Vioño y la estación del Norte, donde también hacíamos columpios con cuerdas viejas en los grandes árboles que había en la escalinata de la estación, que como todos los de mi generación vi destruirse en un gran incendio.

También solíamos hacer escapadas para conocer los alrededores, como la Granja Agrícola de Elviña, los Estrapallos, la zona de la Casa Cuna y de la empresa Conde Medín e incluso hasta el primer túnel del ferrocarril. Para nosotros era toda una aventura llegar hasta allí, ya que unas veces nos daba por atravesar varios túneles y esperar dentro de uno de ellos a que pasara el tren y nos dejara llenos de carbonilla o nos dedicábamos a cazar ranas y lagartos o hacer pequeños saqueos en las huertas, donde cogíamos maíz, frutas y patatas para darnos luego unos buenos atracones.

Las sesiones de cine de los domingos eran sagradas para nosotros en el España, Monelos, Gaiteira, Doré y Equitativa, que eran los que más nos gustaban, aunque cuando crecimos, empezamos a ir a las salas del centro. En verano solíamos ir a las playas del Lazareto, las Cañas y el castillo de San Diego, a las que íbamos andando o enganchados en los trenes de mercancías que al hacer maniobras tenían que llegar casi hasta el Lazareto, donde para bañarnos nos poníamos siempre en la zona del Puntal, que estaba llena de gente.

Empecé a jugar al fútbol en el Maravillas y en el Batallador, en una época en la que en muchos campos ni siquiera había agua para ducharse. Después de dejar de jugar como federado seguí haciéndolo en pachangas domingueras en las playas de Santa Cristina y Bastiagueiro y ahora estoy pensando con un amigo en organizar unos campeonatos de fútbol playa para los que buscamos patrocinadores.

También pienso participar en alguna maratón en la ciudad y, si consigo un patrocinador, correr un París-Dakar como copiloto, una ilusión que tengo desde que me jubilé, ya que un gran amigo mío, Cedillo, ya tiene coche para hacerlo.

Este testimonio ha sido recogido por Luis Longueira