“Yo empatizo con los hosteleros y lo mal que lo han pasado, porque es un sector fundamental. Pido que empaticen ellos también conmigo. Yo no elegí ser ciego”. Jesús Suárez simplifica de esta forma su reclamo: para él, acostumbrado a moverse con autonomía por la ciudad a pesar de su problema de visión, gracias al “mapa mental” que guarda en su cerebro desde que, hace ya 7 años, perdió la vista, salir a la calle se ha convertido en una yincana de obstáculos en los últimos tiempos, en los que las terrazas de los locales de hostelería se han hecho con un espacio que hasta el momento pertenecía a los peatones. Su premisa fundamental, ante tal panorama, conservar su independencia. “Yo soy autónomo, no quiero que nadie me tenga que agarrar del brazo y decir Jesús, ven por aquí, ve por allá”, reclama.

En un trayecto corto que hasta el momento recorría sin problema, gracias a las referencias que reconocía con su bastón, se encuentra, ahora, con multitud de obstáculos. El primero, a pocos metros de la puerta de su casa. “Mira, esa terraza nació con la pandemia”, dice señalando un par de mesas que, a priori, nadie identificaría como un problema. Lo son, desde luego, si se colocan, como es el caso, apostadas contra la pared, con lo que las personas ciegas o con visión reducida se ven obligadas a salir al incierto campo abierto. “Cuando voy andando, golpeo el bastón contra la pared”, ejemplifica, dando toques con la punta en un lateral, “eso me fuerza a ir recto. Ahora donde hay pared hay terraza. Desviar mi camino y meterme en campo abierto sin referencias me provoca desorientación y agobio”, explica.

El resto del camino desde su vivienda, en Zalaeta, hasta el centro de la ciudad, presenta retos similares. Las calles más concurridas de la almendra, Barrera, Galera y Torreiro, las ha dado por impracticables, con terrazas a ambos lados y un volumen de gente que no siempre se muestra sensible con las necesidades ajenas. “A veces la gente se da cuenta, pero dependiendo del nivel de fiesta que lleven encima, no se enteran de que llevas un rato ahí dando palos”, lamenta. Su última sorpresa, las mesas y sillas que aparecieron, de un día para otro, en el cruce de la Estrecha de San Andrés, que descuadraron sus planes en una zona en la que su principal referencia es el sonido. “A veces me siento como en una jaula, y me pongo nervioso”, reconoce. Suárez propone, como posible solución, agrupar las terrazas a un lado de la calle, de modo que quede una pared libre para quien precise orientarse en base a ella. El reto futuro, plantea, está en si será posible recuperar el espacio público que se ha cedido. “Cuando termine la pandemia, ¿quitarán las terrazas que antes no estaban? Porque yo creo que no. Hasta antes del COVID se estaba controlando, se habían puesto marcas y se habían prohibido los elementos anclados. Ahora es un poco la ley de la selva”, lamenta.

No es el único que ha visto comprometida su libertad de movimientos desde la irrupción masiva de las terrazas en el espacio urbano. Las personas con movilidad reducida también perciben estos nuevos elementos como amenazas para su autonomía o seguridad, pues, como ya hay quien ha notificado, en algunas calles estrechas los caminantes se ven obligados a bajar a la carretera para seguir su camino sorteando mesas y sillas. “Las terrazas han ido creciendo poco a poco. Es evidente que traen problemas para las personas con movilidad reducida o deficiencia visual. Es importante asegurar la viabilidad de estos negocios y mantener las distancias de seguridad, pero no podemos olvidar que los espacios públicos deben ser lugares de convivencia en igualdad de condiciones”, juzga Anxo Queiruga, presidente de la Confederación Galega de Persoas con Discapacidad (Cogami).

Desde el Concello aseguran que, tanto por parte de la Policía Local como del área de Seguridad Ciudadana, se trata de velar por el cumplimiento de la normativa en materia sanitaria al mismo tiempo que se advierte con frecuencia a los hosteleros de hasta dónde pueden llegar a la hora de ampliar el espacio de sus terrazas. Afirman que, pese a que sí ha aumentado el número de llamadas de protesta relativas a la cuestión, “no llegan a suponer grandes problemas”, pues los hosteleros, salvo algunas excepciones, “corrigen” la ocupación del mobiliario cuando se les advierte de ello, algo de lo que se encarga con frecuencia la Policía Local.