En el escaparate de la mercería Josefina hay ya un cartel rojo con letras grandes que anuncia que liquida la mercancía por jubilación. Asegura que siempre tuvo claro que, en cuanto cumpliera los años para retirarse, lo haría, que “cerraría esta etapa” para iniciar otra, aunque Josefina Castro Ríos reconoce también que era más fácil pensar en ello cuando ese día no estaba tan cerca, cuando quedaban todavía muchos calendarios por acabar antes de tomar la decisión. Y es que no resulta sencillo separarse de 33 años de trabajo, del negocio que montó en la confluencia de la calle Fuente Álamo con la avenida de Fisterra.

Ni ella “ni nadie” se esperaba que el final de su mercería estaría tan ligado a las mascarillas ni que tendría que ensayar lo de cerrar la puerta durante meses antes de tiempo por la pandemia. En el día de ayer, en el que cumplía 44 años de casada, Josefina Castro Ríos no se esperaba tampoco que sus hijos le regalasen una planta que había elegido su nieta Mencía, ni que su historia, siempre ligada al mundo textil, saldría en el periódico.

Dice que, de estos 33 años guarda, sobre todo, buenos recuerdos, aunque ahora la gente no cosa tanto como antes ni haga tantos arreglos. El confinamiento, al menos entre los vecinos de su barrio, no despertó furor por las agujas, las cremalleras, los hilos y los lazos, así que, no notó un incremento de las ventas, que tanto le ayudarían a liquidar la mercancía que le queda para ir aligerando el bajo.

Cuando las vecinas supieron que se iba, cuenta que le dijeron que era una pena, pero ella defiende que “hay que irse y hay que cambiar”. Por delante, le quedan todavía unas semanas de atención al público y, después... “Después ir a la plaza a las doce de la mañana y no a las nueve, siempre a correr”, porque tenía que estar tras el mostrador a las diez. “Aquí hay que estar”, dice con una sonrisa, y habla tanto de las tardes en las que no entraba nadie por la puerta como de los días que tenían tanta gente por atender que se le formaba cola. “Hay que estar” y ella estuvo y seguirá estando, al menos, hasta que pueda liquidar la mercancía.

Antes de tener su propio negocio, explica, trabajaba en la fábrica de Viriato, en Ordes, también en el sector textil, ya que hacían prendas de punto. La familia vivía entonces en Peruleiro y “la casualidad” quiso que vieran que se traspasaba un negocio de ropa juvenil en este bajo, fue entonces cuando decidió apostar por la tienda y lo hizo por dos razones: porque le gustaba mucho la atención al público —algo que no ha perdido con los años— y porque le encantaban las mercerías. “Empecé aquí y tal cual estamos”, relata. Para entonces, en el barrio había varias modistas y había más movimiento, con el tiempo se fueron retirando, así que, complementó la oferta con corsetería, pijamas y algo de ropa. “No todo son hilos y cremalleras”, bromea. “Lo voy a echar de menos porque me gusta, pero también hay que cambiar y ahora ya estoy animada para cerrar. Lo que tengo pensado para cuando cierre es hacer algo en casa solo cuando me apetezca y lo que me dé a mí la gana”, dice con una sonrisa, ya que, detrás de estos 33 años de trabajo se esconden muchas puntadas, muchos sacrificios y muchas horas tras el mostrador.