Para Pili Saavedra el confinamiento fue “la etapa más triste” de su vida. Su nieto vive a cincuenta metros de su casa, pero no podían verse más allá de la ventana. Pili fue directora de la escuela infantil de Zalaeta, de Afundación, durante catorce años, la pandemia la cogió con la jubilación parcial, así que, debía incorporarse al trabajo de septiembre a diciembre. Cuando le tocó decidir si volvía o no, asegura que se le pensó mucho, porque suponía un riesgo mayor de contagio, no solo para ella sino también para su madre, que residía con ella, pero una variable pesó más que el miedo al coronavirus: Su nieto entraba en la escuela infantil en septiembre, así que, aunque no pudiese estar con él, porque no formaba parte de su grupo burbuja, sí que podría tenerlo cerca y verlo jugar en el patio con sus compañeros, otra vez, desde la ventana.

La vacuna supuso para ella una ilusión por empezar a recuperar su vida. “La primera vez que pudimos ir a verlo fue impresionante, se abrazaba a mis piernas y me decía: ‘abuela Pili’, se soltaba, sonreía y volvía a abrazarme”, recuerda. Y es que pasó de verlo “todos los días” antes de la pandemia, de darle la merienda o de ir por las mañanas a cuidarlo hasta que volviesen sus padres del trabajo a solo poder estar con él a través de una pantalla o de un cristal.

En el Espazo +60, de Afundación, se reunían, antes de que el coronavirus pusiese sus vidas patas arriba, muchos usuarios y usuarias para hacer talleres y actividades que formaban parte de su rutina, como lo era ir a buscar a sus nietos, jugar con ellos en el parque o comer en su compañía. Todo se rompió en marzo de 2020, con la declaración del estado de alarma, y ahora, tras la vacuna, empiezan a retomar el contacto.

“Para mí esto [reunirse con sus compañeros, reírse con las fotos y charlar] ya es como antes, me pone muy contenta”, dice Teresa Castañón que, aunque ya está vacunada asegura que aún no ha conseguido volver a su vida de antes. Ella tiene tres nietos, una de trece, otro de quince y otra de 23, que entraban y salían de su casa casi a diario y que ahora lo hacen mucho menos.

A Loli Rodríguez, que también tiene tres nietos, de cinco, nueve y doce años, la venían a saludar a la ventana todos los días en cuanto los dejaron salir a pasear y, así, mataban el gusanillo de verse, aunque fuese en la distancia.

Marisa Murias y Eleazar Fernando Martínez tienen la suerte de que sus nietos viven en el mismo rellano, así que, durante lo más duro del confinamiento y también después, abrían las puertas y se ponían en el pasillo para verse, aunque no se pudiesen tocar, ni abrazar.

La obligada distancia social puso en suspenso la relación tan cercana que tenían y la vacuna llegó para retomarla. Y es que, Marisa y Fernando cuentan que sus nietos, de 16 y doce años van a su casa a diario, ya sea por unos folios, por un caramelo, para darles un beso o, simplemente, para estar o para que les ayuden a terminar un trabajo.

“Yo soy peor que ellos, porque si me piden una cartulina para hacer una carpeta para un trabajo de clase, les hago los agujeros, les pongo cola de ratón para que les quede bonito... Me gusta mucho”, comenta Fernando. Y es que, como piensa Loli, los abuelos tienen mucha más paciencia con los nietos de la que tuvieron con sus hijos y eso les hace convertirse en sus cómplices y en tener esa relación tan especial con ellos.

“Los niños nos dieron muchas lecciones a los adultos”, dice Loli Rodríguez, que intenta recuperar un poco el tiempo perdido con sus nietos y, todos los domingos, los lleva a comer fuera. “Como tienen gustos diferentes, cada semana le cumplimos el capricho a uno”, confiesa. A pesar de que durante el confinamiento se mantuvo ocupada y asegura que no le dio tiempo a aburrirse, no niega que echó mucho de menos los momentos que compartía con sus nietos pintando en su estudio en el que cada uno tiene su caballete y, por supuesto, el tiempo compartido con su nieta pequeña, que encuentra en el armario de la abuela, con los tacones y el maquillaje, el juego más divertido del mundo.

Así que, cuando recibió el mensaje de la vacuna no dudó ni un instante. Le daba igual cuál le tocase porque sabía que cualquiera de ellas era buena y suponía, por fin, volver a abrazar y besar a su familia. Lo mismo pensaron sus compañeros de mesa, que dudaron de que la ciencia fuese a encontrar un remedio a la pandemia tan rápido.

Marisa piensa también que los nietos han sido ejemplo para los mayores, a pesar de que se estaban perdiendo muchas cosas. “Los niños vienen del instituto y, antes de quitarse la mascarilla van al baño a lavarse las manos”, relata Marisa, cuando a los mayores todavía se les olvida eso de mantener la distancia.

“Todo esto fue muy triste, porque si te quitan un año a los treinta es uno más, te quedan muchos por delante, pero a mi edad un año es mucho tiempo”, confiesa Teresa que pensaba cuando ya no le quedaba nada más que leer ni hacer en casa.

A Marisa, como a tantas otras personas, y a pesar de tener ya la vacuna, la pandemia no solo se le está haciendo larga sino que confiesa que ha perdido un poco la alegría que tenía antes de aquel marzo de 2020, cuando todavía mantenía sus costumbres de peluquera, oficio que ejerció desde los catorce años, de pararse a charlar con la gente por la calle y de mantenerse en contacto pero, por lo menos, tiene ya el de sus nietos.