Rozando la media entrada en el séptimo concierto de abono de la Sinfónica de Galicia. Llámenme purista, pero soy de los que les gusta que haya siempre un solista en cada concierto tras una obertura inicial y que el concierto concluya con una gran obra. Lo del solista no se ha dado esta noche, pero el resto, más que cumplido.

Dos partes muy diferenciadas, una primera más serena e íntima y otra con más fuerza y pasión. Me gustó Guerrero a los mandos de la orquesta, director de ideas muy claras con una técnica y manos con una batuta de gran altura, de esas manos que llevan cuando tienen que llevar y dejan hacer el trabajo de músicos y orquesta sin limitar.

Comenzó el programa con un gran solo de trompeta a cargo de Vázquez, en una obra, Blumine, genial y que nos dejó grandes muestras de intervenciones individuales que nos acompañaron toda la noche. Versión intima del maestro Guerrero, sin grandes aspavientos o contrastes y tempos contenidos en una obra archiconocida como es Mi madre, la oca, de Ravel. Mención especial para Salgueiro al contrafagot y Rodríguez al corno.

Fue Strauss música de cámara, por la poca plantilla de cuerda utilizada, pero a lo grande ya que es un obrón de los que le gusta de disfrutar a nuestra orquesta. El maestro quiso dirigirla sin tarima con el ánimo de ser partícipe y estar más cercano a ese grupo de cámara en grande. En un inicio tu oído echa en falta más sonido de la cuerda, aunque es milagroso cómo éste se acostumbra a medida que la obra transcurre. Cuando la obra acaba sigues preguntándote como sonaría este arreglo sobre la ópera Ariadna en Naxos con treinta músicos más de cuerda, aunque Wilson Ochoa respete el orgánico original del propio Strauss, ya que en muchos momentos como oyente lo necesitas.

Enorme el concertino Dürichen en todos sus solos, afinación, sonido y con un perfecto rigor estético en su interpretación.