Trinidad Palacios comienza a andar a las ocho de la mañana y no deja de hacerlo hasta las 15.00 horas. En ese lapso de tiempo peina Monte Alto, un barrio que conoce como nadie a fuerza de la costumbre, ella, con actitud renovada cada mañana, hace camas, asea, prepara desayunos, levanta el ánimo y hace compañía. Es la rutina de las trabajadoras del Servicio de Axuda no Fogar que la Xunta pone a disposición de las personas dependientes o con dificultades al amparo de la Ley de Dependencia. Tras las puertas que toca Trinidad todas las mañanas hay todo un abanico de situaciones, pero una única consigna: “A mí que no me quiten a Trini”.

Palacios representa a las trabajadoras del servicio, sociosanitarias entregadas a sus usuarios, que cada mañana se enfrentan a un nuevo recorrido mientras pelean con uñas y dientes la mejora de las condiciones laborales. El sector, feminizado casi en su totalidad con muy pocos visos de que la tendencia cambie en un corto periodo de tiempo, está cada vez más cansado de la situación en la que se ven obligadas a trabajar diariamente, y que supone solo un indicativo más del lugar que siguen ocupando los cuidados en el orden de prioridades actual. Una desconsideración que ellas combaten con entrega hacia sus usuarios, que saben que serán los primeros perjudicados si ellas deciden dejar de rendir en aras de sus derechos laborales.

Las dos caras de la profesión y lo que esconden los eslóganes: por un lado, una labor imprescindible que emprenden con cariño y voluntad. Por otro, una situación laboral insostenible. En la era de los cuidados, nadie las cuida a ellas. A la vista está siguiendo los pasos de Trinidad Palacios durante una mañana, en la que el único respiro lo tiene en el camino que separa una casa de la otra. “Estoy fastidiada por todas partes”, comenta entre servicios.

Su mañana comienza en casa de José Antonio, amputado de las dos piernas hace menos de un año debido a un problema de circulación. Nadie adivinaría, por su actitud, el trauma al que tuvo que enfrentarse hace meses. Casi no vive para contarlo. “Fue por el puñetero tabaco. Fumaba mucho, mi padre había tenido un problema similar, no hice caso y mira”, explica. “Tras la primera operación, me llamaron de madrugada para decirme que estaba en estado crítico, porque le había dado un derrame cerebral y que no iba a salir”, recuerda Rosa, su compañera. “Pero aquí estoy”, ríe José Antonio. Su personalidad arrolladora y su voluntad han permitido que, pese al revés, no haya tenido que ver comprometida su autonomía, y se mueve libremente gracias a una moto eléctrica con la que es habitual verle atravesar la ciudad por las mañanas.

El hándicap está en el baño: José Antonio debe procurar no alejarse demasiado de su domicilio en sus paseos, pues, si ya es complicado encontrar un aseo adaptado para personas con movilidad reducida, en su caso se torna en misión imposible. “Hasta que no lo vives no te das cuenta. Los primeros días tenía que asearme sentado en la taza del váter y por cachitos. Luego, la casera pagó la reforma integral del baño e incluso compró una rampa de casi 400 euros. Tuvimos mucha suerte con ella”, asegura.

Trinidad peina a Fina, una de sus usuarias. | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA Marta OTero MAyán

José Antonio muestra heridas de guerra como una lección de vida, pero no pierde el ánimo: en el talante reside, advierte, la única llave para salir adelante. “En ese aspecto, es admirable”, comenta la sociosanitaria.

Mientras José Antonio habla, Trinidad trabaja a su alrededor. La complicidad entre ambos es más que evidente desde primera hora, cuando le asiste a la hora de salir de la cama y le ayuda a asearse y a acomodarse en su silla. La clave para la afinidad se resume en que usuario y sociosanitaria no pierdan de vista el objetivo del servicio. “El objetivo es el cuidado de las personas. Si hay que hacer la cama se hace, pero no es un servicio de limpieza integral. Hay gente que lo necesita porque tiene movilidad reducida, pero para eso mandas una persona para limpiar y ya está”, reivindica.

De la casa de José Antonio se dirige, apresuradamente, a la de Fina, una anciana con demencia a la que trata con delicadeza de familiar cercano. Los turnos no perdonan. Si a y media acaba con el primer usuario, a menos veinticinco tiene que estar entrando por la puerta del segundo. No hay margen ni descanso. Lo que se encuentra detrás tampoco es, siempre, el mismo panorama. “Ojalá todas las familias fueran encantadoras. No todo el mundo lo es. A veces enfrentamos situaciones desagradables, estamos desprotegidas”, reflexiona Palacios.

La profesional trajina en casa ajena como en la propia: la rutina con Fina es casi robótica: llega, la despierta, y mientras esta se despereza y apura los últimos minutos en cama, Trinidad lo prepara todo: la dosis exacta de las pastillas, el desayuno que sabe que puede tomar. Tras el aseo, la peina. De sus maneras se deduce el cariño y la entrega que la sociosanitaria pone en cada uno de sus servicios. En este caso, su labor concede un respiro a los familiares de Fina, que precisa atención constante al contar con un grado tres de dependencia. “Es necesario, para descansar todos un poquito. Mi madre está encantada, se llevan genial, Trini sabe donde está todo y nos permite desconectar un poco y estar tranquilos mientras ella está. La confianza es algo que no se paga”, asegura la hija de Fina, María José.

La tarea de las trabajadoras del Servizo de Axuda no Fogar trasciende al mero servicio asistencial. Lo atestigua la nota que cuelga en la nevera de otra de sus usuarias, en la que se puede leer la frase: “Repetir todos los días: Soy fuerte, soy afortunada, estoy estupenda y no me voy a quejar”. Subir el ánimo, brindar compañía y paliar la soledad es otro de los pilares fundamentales sobre los que estriba su labor, y el que explica, también, el prefijo socio que figura en su cargo. “A veces, lo que más valoran no es el servicio, sino la compañía”, resume la trabajadora.

José Antonio junto a su compañera, Rosa. | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA Marta OTero MAyán

Lo atestigua Ana, uno de los últimos servicios de la mañana y también uno de los más especiales, por el buen ánimo con el que la usuaria, con problemas de movilidad tras un par de operaciones complicadas, recibe a la sociosanitaria cada día. Ella le ayuda a asearse, a vestirse, a hacer algunas tareas y, lo más importante, a salir a la calle, algo que, con la movilidad comprometida, a veces se deja de lado en pos de otras cuestiones consideradas prioritarias. “A mí me cuesta mucho bajar a la calle, tengo mucho miedo de caerme. Mis hijos trabajan todo el día, no pueden estar pendientes. Salimos, paseamos, hablamos y cuando nos damos cuenta, ya ha pasado la hora”, explica Ana.

Los cuidados, en precario

“Los usuarios son la parte amable, la parte bonita de esto. Gente con la que llevamos tiempo. La verdad es que estamos jodidas de arriba a abajo por culpa del trabajo”, lamenta Trinidad. Las sociosanitarias del Servicio de Axuda no Fogar (SAF) han dicho basta y se han cansado de seguir siendo las invisibles de la era de la visibilización de los cuidados. Detrás del cariño y la entrega que cada trabajadora pone en su jornada diaria, se encuentran salarios “indecentes”, un convenio obsoleto y un lío competencial entre administraciones y empresas sobre quién es el que debe abordar la revisión de sus condiciones.

Las trabajadoras del SAF denuncian estrés, perjuicios para su salud física y mental, abusos laborales, imposibilidad de conciliación, salarios de miseria y un largo etcétera. En los últimos meses, con más dificultades si cabe debido a la pandemia, cuyas consecuencias comprometen incluso su integridad física, las sociosanitarias se han asociado en plataformas en las distintas ciudades gallegas para luchar al unísono por mejoras sustanciales. Las trabajadoras piden, en primer lugar, que se “dé una vuelta completa” a la concepción del sector. “No somos un servicio de ayuda. Somos profesionales y, como tal, hacemos atención domiciliaria. No ayudamos, atendemos”, matizan.

Una diferencia que, advierten, deben interiorizar tanto sus empleadores como los beneficiarios de esta prestación. “Nuestro trabajo es cuidar a las personas, no somos un servicio de limpieza a bajo coste. Ese no es el objetivo de la ley de Dependencia”, reclaman. Las cifras que las trabajadoras presentan como argumento refrendan la urgencia de revisar las condiciones del gremio, que no tiene reconocidas las enfermedades profesionales a pesar de que su labor implica un gran trabajo físico y sostener posturas forzadas a la hora de asear, atender o trasladar a los usuarios. “Una de cada cuatro vamos a trabajar medicadas para aguantar los dolores. Pedimos la jubilación anticipada, no podemos estar así hasta los 67. No tenemos ninguna ayuda técnica”, ilustran.

Unas reivindicaciones que no son fáciles de trasladar a la sociedad por dos motivos: el primero, el gran desconocimiento que todavía existe sobre el sector en la población general, y, segundo, por las dificultades que tuvieron hasta el momento para organizarse debido al miedo a perder el empleo. Las trabajadoras denuncian despidos durante bajas e incumplimientos en un convenio ya de por sí obsoleto. “El convenio está sin actualizar desde 2011, y, aun así, las empresas incumplen sistemáticamente los artículos. Queremos que sindicatos y patronal se sienten a negociar un nuevo convenio con las necesidades de hoy, que no son las de 2009”, reclaman las trabajadoras.

Trinidad Palacios, en uno de los domicilios en los que presta servicio. | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA Marta OTero MAyán

Las sociosanitarias no disponen, tampoco, de un sistema adecuado de prevención de riesgos laborales, porque la Ley de Prevención de Riesgos no contempla los domicilios privados. “Como no trabajamos en un centro de trabajo, no pueden hacer valoración de riesgos en una casa particular. Es como si no existieran”, denuncian.

A todo este abanico de coyunturas se unen, además, los bajos salarios que perciben las trabajadoras, que rondan los seis euros por hora, normalmente en jornadas partidas, lo que hace imposible la conciliación o buscar otro empleo de refuerzo. “Tengo compañeras que ganan 400, 500 o 600 euros. Son contratos por obra. Yo llevo tres años en esta empresa y estoy en interinidad, nunca llegas a tener contrato indefinido”, añade Palacios.

La municipalización del servicio es otra de las demandas, en aras no solo de un mayor rigor en sus condiciones laborales, sino también del bienestar de los propios usuarios. “Prestamos un servicio público, deberíamos ser trabajadoras municipales, no darle negocio a las grandes empresas que se están lucrando de la dependencia a costa de precarizar a las trabajadoras”, juzgan.

En este punto, las dos administraciones implicadas, Xunta y Ayuntamientos, difieren en quién debe mover ficha y sentarse con las sociosanitarias, ya que, aunque el servicio de ayuda a domicilio, como todas las prestaciones derivadas de la Ley de Dependencia, dependen de la Xunta, este se presta a través de los ayuntamientos. Desde el Concello aseguran que son “meros gestores de la prestación”, y que no es de su competencia decidir sobre las líneas en las que se presta el servicio, donde entraría la revisión del convenio, sobre cuya negociación, aseguran fuentes municipales, no existe acuerdo entre sindicatos, empresas y Xunta.

Desde la consellería de Política Social esgrimen que, aunque es el ente autonómico el que costea la mayor parte del servicio, “quien gestiona y tiene la relación laboral con las trabajadoras es el Concello”, para lo que recibe una ayuda autonómica de 4,3 millones de euros destinada a cubrir 400.00 horas de este servicio.