La Opinión de A Coruña

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La Ciudad que viví

Cien años de una vida marcada por las dificultades

Nací en una época en la que apenas había medicinas, por lo que varios de mis hermanos murieron de tuberculosis, y en la que tuve que ponerme a trabajar con solo diez años

A la izquierda, Ángela con sus hijos en la playa del Matadero. En la foto de la derecha, la autora, a la izquierda, con su madre y sus hermanos en las ‘merendiñas’ de San Amaro. | / L. O.

Cien años darían para contar cientos de recuerdos desde que nací hasta nuestros días, aunque en mi caso solo puedo hablar de vivencias muy difíciles ya desde mi infancia con mi familia, formada por mi madre, que era viuda y de profesión pescadera, y mis seis hermanos. Varios de ellos fallecieron jóvenes de tuberculosis en los años treinta, cuando aún no había medicinas para esta enfermedad, de la que yo me libré por los pelos.

Hasta que me casé viví en la avenida de Hércules, a la altura de la fábrica de jabón El Candado, que ardió por completo en los años cincuenta. Mi escuela fue la llamada del caldo, en la que nos daban pan y un vaso de leche al entrar y en la que estuve hasta los diez años, edad a la que me puse a trabajar para ayudar a mi familia, al igual que muchos niños de aquella época, por lo que apenas pude disfrutar de mi niñez tras morir mi padre. Comencé en la fábrica de pieles que había en el Orzán y luego en la de tripas que estaba donde hoy está la Domus.

Cien años de una vida marcada por las dificultades

Deseaba que llegaran los domingos y festivos para descansar del ingrato y pesado trabajo que tenía y poder estar con mis amigas, con las que salía a pasear e ir al cine. Mi infancia y mi juventud fueron muy difíciles, ya que me tocó vivir la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, había muchas enfermedades y casi no había medicinas, mientras que las pocas disponibles no estaban al alcance de las familias humildes.

Ángela, con su marido, dos de sus hijos y un amigo, de paseo por los Cantones.

Tener un juguete en aquellos años era un lujo, ya que las muñecas eran de trapo y cartón y si por suerte te regalaban una, había que cuidarla mucho, porque si se caía al suelo se rompía fácilmente. Jugábamos en plena calle, que estaba sin asfaltar, al igual que otras del barrio, en el que había campos que llegaban hasta la Torre de Hércules. Apenas había coches, ya que la mayoría de los vehículos eran carros tirados por caballos, además de los de vacas que traían productos de las fincas.

Recuerdo las veces que tuve hacer cola con la cartilla de racionamiento para hacernos con las cuatro cosas que nos daban para salir adelante, como un cuarterón de azúcar, un cuartillo de aceite, una pastilla de sebo para freír y una de jabón para todo el mes. Eran los tiempos de la achicoria y la cascarilla que se echaban en la leche que se vendía por las calles y que traían desde las aldeas las mujeres a las que llamaban las lecheras.

Con nuestro trabajo y sacrificio pudimos salir adelante poco a poco, aunque durante mi noviazgo ir al cine todavía era un lujo, lo mismo que al baile, por lo que las parejas nos dedicábamos a pasear, tomar algo en una cafetería e ir a las fiestas de los barrios para escuchar a las orquestas. En verano solía ir de niña con mis hermanos y amigas a las playas del Matadero, Orzán y San Amaro, donde también lo pasábamos muy bien en las merendiñas que se celebraban allí, que llenaban por completo los alrededores de la Torre de Hércules.

Cuando me casé en los años cuarenta me fui a vivir a la calle San Luis, cuando toda aquella zona estaba sin urbanizar y con muy pocas casas, por lo que desde la mía se podía ver la fábrica de zapatos de Ángel Senra y los campos que la rodeaban, donde las familias de la zona iban a disfrutar con sus hijos de aquel gran pinar, que desapareció cuando se construyó la estación de San Cristóbal.

Tuve dos hijos que me dieron seis nietos y cuatro biznietos que por suerte tuvieron la suerte de vivir en unas condiciones que yo quisiera haber tenido, ya que una simple barra de pan o una onza de chocolate eran un tesoro, al igual que recibir un humilde juguete el día de Reyes.

Testimonio recogido por Luis Longueira

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