Al igual que en la película El día de la marmota, dirigida por Harold Ramis, parece que nos encontramos en un extraño bucle de tiempo, en el que vivimos idénticas situaciones una y otra vez. Nos levantamos, desayunamos, vamos al trabajo, comemos, hablamos con los mismos... La vida cotidiana posee unos patrones que tienden a reproducirse sin que, somnolientos e inmersos en una vorágine continua, nos percatemos de ello. Un ciclo del cual salir resulta extraordinariamente complicado.

También en nuestra ciudad, A Coruña, sucede algo similar. Una y otra vez oímos hablar de los mismos temas urbanos —Chuac, intermodal, puerto interior y Langosteira, Ciudad de las TIC— salpicados de ocurrencias menores —pasarela a Santa Cristina, plataformas de madera para el baño en O Parrote…— que nos entretienen, eso sí, estérilmente. Ahora, que las elecciones municipales están a la vuelta de la esquina, mayo de 2023, y los partidos políticos engrasan su maquinaria electoral les toca a nuestras calles. Toca reurbanizarlas. No es ninguna novedad, asistiremos tanto a la inauguración de lo que se hizo como a escuchar promesas de lo que se va a conseguir en los próximos cuatro años. Claro, en el caso de acceder al Gobierno municipal.

Quizás algunos de ustedes desconozcan que el término urbanización —la RAE lo define como el acto de acondicionar una porción de terreno y prepararlo para su uso urbano, abriendo calles y dotándolas de luz, pavimento y demás servicios— se debe a un ingeniero de caminos español, Ildefonso Cerdá, que ideó en 1859 el ensanche de la ciudad de Barcelona que hoy en día conocemos.

Una palabra, urbanización, a la cual el prefijo “re” le suma el significado de repetición. Un proceso, el de reurbanización, que comprende dos áreas de intervención: la de superficie y la subterránea. En la primera, se encuentran los elementos que percibimos: la pavimentación, la vegetación y el mobiliario urbano, mientras en la segunda se disponen las correspondientes infraestructuras de abastecimiento de agua, de energía eléctrica, de telecomunicaciones, de recogida de aguas pluviales y fecales, de riego, y de alumbrado y regulación del tráfico. Estas últimas, unas redes ocultas que nos permiten disfrutar del espacio público en superficie. Únicamente los puntos de registro nos las hacen presentes.

No cabe la menor duda que recuperar parte del espacio público destinado al automóvil para el uso peatonal es una acción loable. Otra cuestión diferente es la forma en qué se lleva a cabo, tanto si se considera lo que vemos como lo que se queda oculto.

Lo que percibimos en las intervenciones es la desaparición del bordillo, mediante la rectificación de la rasante de la calle formalizando una plataforma única, pero de manera banal; la introducción de una pavimentación impermeable, desconsiderando la incorporación de los elementos vegetales —árboles de porte— o de agua que mejore el confort de las personas; la colocación de materiales rígidos —hormigón u otros similares— cuya rotura ante cualquier imprevisto implica ruido y polvo; la incorporación de numeroso mobiliario urbano —bancos, papeleras, contenedores...— que llenan la calle de objetos, sin sentido, dificultando el discurrir. Pero todo, al menos en las infografías, con un gran nivel de diseño, que la realidad se encarga de desmentir posteriormente. Eso sí, una vez ejecutada la inversión y cuando la vuelta atrás no es posible.

Lo que se encuentra encubierto se corresponde con las redes infraestructurales. Su manifestación en la superficie no solamente se observa a nivel del suelo, sino también a nivel aéreo, en las fachadas de los edificios, heridas por los anclajes del cableado y las cajas de numerosas compañías privadas. Unas redes que en las actuaciones urbanizadoras no se renuevan —salvo las referidas a las consabidas recogidas de aguas mediante los imbornales o rejillas continuas—, no se mejoran en cuanto su disposición para un correcto mantenimiento, ni tampoco se retiran de las fachadas —algunas de ellas protegidas por los documentos urbanísticos vigentes. Al margen del paisaje urbano, semeja que las infraestructuras son un problema relevante que se relega. Bueno, como aparentemente no se ven, parece que no existen —¿no forman parte del embellecimiento?—. Como tampoco parecen existir en el subsuelo sedimentos históricos o naturales previos en sus distintas manifestaciones que merezca la pena hacerlos visibles.

En fin, los problemas urbanos continúan repitiéndose, y no parece que sea por ausencia de leyes y normativas que los aborden. Es un hecho que somos certeros realizando análisis y diagnósticos sobre las dificultades que afectan tanto a nuestra sociedad como a nuestra economía. Resultamos, sin embargo, precarios en la adopción de medidas eficaces que respondan a las situaciones a corto y largo plazo. Aunque el filósofo francés Michel Foucault en El cuerpo utópico consideraba que “la arquitectura puede producir, y produce, efectos positivos [únicamente] cuando las intenciones liberadoras de la arquitectura coinciden con la práctica real de la gente en el ejercicio de su libertad”, conviene recordar que la arquitectura por sí misma no resuelve los problemas. Desde aquí les animamos a que ustedes paseen por las últimas realizaciones en las calles de nuestra ciudad y opinen.