“Somos las esclavas de este siglo”

La incorporación de la mujer al mercado, la falta de inversión pública y la baja implicación masculina hace recaer los cuidados y el trabajo doméstico sobre mujeres migrantes, con bajos salarios y desprotegidas ante el abuso laboral

Una empleada doméstica limpia el cristal de una vivienda.   | // LOC

Una empleada doméstica limpia el cristal de una vivienda. | // LOC / marta otero mayán

“Soy cuidadora, enfermera, peluquera. Limpio, cocino, hago la compra, plancho, hasta pongo enemas. La entrega es total, no hay descanso. A veces no recibes ni un gracias. Los abusos son habituales”. María Cristina —nombre ficticio— se expresa con contundencia en uno de los pocos descansos que le permite su frenética rutina. Es mujer, migrante y trabajadora del servicio doméstico en casa de un matrimonio de ancianos. Es educada y empática, pero las coyunturas de su actividad no han conseguido volverla sumisa. En Venezuela, su país natal, ejercía como auxiliar de enfermería. En A Coruña, donde reside desde hace años, se desempeña como todo lo anterior. Ni en su contrato, ni en su nómina, ni en su cotización, consta así. “No tenemos derecho ni a enfermar. Si coges una baja, se enfadan. Fui a trabajar con principio de bronquitis porque no pueden estar sin mí. Y aun así, estamos mal pagadas y mal tratadas”, denuncia.

De Venezuela, Colombia, República Dominicana, Perú, Bolivia o Ecuador. En asfixiante régimen de interna y renunciando a sus propias expectativas vitales, o alternando hogares y descansando unos minutos al día in itinere en el transporte público. Con hijos que alimentar y con familias a miles de kilómetros que dependen de sus remesas. Pero siempre mujeres, migrantes y casi siempre solas ante un sistema que las necesita, pero no las protege. “Es un trabajo que requiere paciencia, todo el amor del mundo y saber mirar a otro lado cuando te hacen un desprecio, que es muchas veces. En este servicio vas a ver muy pocas españolas. A las españolas no las putean, con perdón, como a las extranjeras”, continúa María Cristina.

La emancipación de la mujer occidental y su progresiva incorporación al mercado laboral se ha ido edificando a costa del trabajo de otras mujeres que, como María Cristina, asumen las labores domésticas y de cuidado de niños, mayores y personas enfermas o dependientes. Las mujeres migrantes sostienen el sistema global de cuidados, pero nadie las sostiene a ellas.

Un sector que, lejos de profesionalizarse y regularse en paralelo a su transformación en servicio esencial, camina todavía a paso de tortuga en materia de legislación laboral y protección de los derechos de sus trabajadoras, cuyo bienestar queda sujeto al arbitrio de la buena voluntad de sus empleadores. “El trabajo de cuidados se ha convertido en una actividad fundamental para que pueda mantenerse el modelo de familia del doble sustentador. Es el que permite el envejecimiento en el hogar, que es el más utilizado por las familias”, desgrana la socióloga coruñesa Raquel Martínez Buján, autora de numerosos estudios en torno a la migración y el trabajo de cuidados.

La labor doméstica, explica Martínez Buján, ha ido transformándose con el cambio en los hábitos de vida. La actividad de asistencia y atención a las personas dependientes han ido sustituyendo al trabajo de limpieza propiamente dicho El cuidado ya es el centro de la actividad. Las mujeres, responsables antaño de velar por sus parientes dependientes en el hogar, trabajan fuera. La atención a domicilio es la opción preferida por las familias, pero, a excepción de las opciones profesionalizadas, todavía minoritarias, cuando se trata de trabajadores migrantes y en situación administrativa o económica vulnerable, el servicio casi siempre lo regulan las exigencias del que lo paga.

El envejecimiento de la población, la falta de políticas públicas eficaces para afrontar situaciones de dependencia, la incorporación de la mujer al mercado laboral y la ausencia de una implicación masculina efectiva ha derivado en que el trabajo de cuidado se haya convertido en un servicio social”, explica Raquel Martínez Buján. “Históricamente, el servicio doméstico se ha nutrido de mujeres en situación de precariedad y de vulnerabilidad”, desgrana la socióloga, cuando no de las renuncias de las figuras femeninas de las familias, asignadas por defecto al rol de cuidadoras. Ahora ese perfil lo encarnan las mujeres migrantes, que ya representan en torno al 63% del total.

Una trabajadora acompaña a una persona mayor.   | // XOÁN ÁLVAREZ

Una trabajadora acompaña a una persona mayor. | // XOÁN ÁLVAREZ / marta otero mayán

“Primero fueron las que venían del campo a la ciudad como parte de ese éxodo rural. Ahora son las mujeres migrantes de países empobrecidos, en búsqueda de mejores oportunidades, las que lo sostienen, las que vienen a cubrir esos vacíos”, dice la socióloga. María Cristina es una de miles. La mayoría asume a su llegada el trabajo doméstico o el cuidado de personas mayores como un recurso temporal y de transición, para, en primer lugar, poner sus papeles en regla, acceder a algunos ingresos que les permitan asentarse y conseguir algo de solvencia económica con la que emprender sus propios negocios, o que les brinde algo de tiempo para homologar sus títulos. Una pretensión que, arrastradas por las urgencias y las inercias del día a día, a veces no llega jamás.

“Cuando llegué, quería homologar mi titulación de psicóloga, pensé que la limpieza sería algo temporal. Llevo aquí seis años y todavía no he podido hacerlo porque todo el tiempo que tengo lo dedico a trabajar, sino no me alcanza para vivir ni para enviar dinero a mi familia”, cuenta Beatriz, también venezolana y que trabaja, en régimen de interna, en casa de una mujer mayor. Para ella, migrar no solo supuso renunciar a su formación y a sus planes, también a sus propias expectativas y perspectivas de realización personal. A su autonomía y a su tiempo libre. “Renuncias a tener una vida”, resume.

El régimen de interna, una fórmula que suena anómala a ojos de hoy, es la única opción para muchas que, como ella, no tienen otra opción. “Tienes que estar 24 horas disponible. No tienes la intimidad de un cuarto en el que estar a tu aire. Comes de lo que come la jefa, descansas cuando ella quiere, al final estás en su casa”, lamenta Beatriz. Nada de lo que dice resulta una rareza para María Cristina, que refrenda la norma. “Si eres interna, ni duermes. En la noche te levantas 4 o 5 veces para atender a la persona, y a la mañana siguiente tienes que rendir temprano para hacer las tareas de la casa”, lamenta.

El alargamiento de las etapas finales de la vida que ha propiciado la longevidad, una “conquista social”, que salvaguardan estas mujeres, ha provocado un repunte del régimen de interna, lejos de dejarlo desaparecer, tal y como, a priori, manda el progreso de los tiempos. La escasa cobertura de prestaciones como las que contempla la Ley de Dependencia apuntala esta opción. “Tuvo una revitalización en las dos últimas décadas. Las políticas públicas no han sabido afrontar este desafío porque requiere inversión económica fuerte”, señala Raquel Martínez Buján. María Cristina lo resume con menos palabras: “Somos las esclavas de este siglo”.

Economía sumergida

El horario laboral de Lucía comienza a las 8.00 de la mañana y termina a las 23.00 de la noche, cuando no más tarde por algún percance sobrevenido. La jornada de ocho horas es una utopía en su calendario, en el que no existen los domingos ni los días festivos. Llegó de Colombia a A Coruña en 2019, dos meses antes del inicio de la pandemia. Sin documentos, sin trabajo ni un lugar donde vivir, pasó el confinamiento en un colchón instalado en el almacén de mercancías del negocio de su hermana. Allí estuvo diez meses. “Soy descomplicada. Me busco la vida. El primer año tuve que hacer filas en recursos para conseguir alimentos”. Se encoge de hombros, pero no se resigna. Cuando las restricciones se relajaron, comenzó a pasear mascotas de personas mayores o convalecientes por cinco euros la hora. Casi cuatro años después, compagina esa labor con el cuidado y la limpieza de otras tantas.

“Voy a cuatro o cinco casas al día. Me siento diez minutos, que es cuando aprovecho para comer. Últimamente duermo en el autobús, porque me están saliendo casas en Mera. La gente ya me conoce y me despierta. No puedo decir que no, busco y busco, porque tengo que ayudar a mi familia en Colombia”, explica. Su ajetreado día a día le reporta alrededor de 950 euros al mes.

El año pasado, el Gobierno dio el primer gran paso en materia de legislación laboral del sector de cuidados y trabajo doméstico a través de la aprobación un Real Decreto que tenía vocación de equiparar las condiciones de las empleadas del hogar a las del resto de trabajadores. La norma hace efectiva, sobre el pape, la ratificación del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo y reconoce a las trabajadoras el derecho a prestación por desempleo y otros subsidios, las protege frente a despidos improcedentes y se abre estudiar las enfermedades profesionales.

El texto, pionero en su clase en España, no consigue amparar a las capas más vulnerables de un sector que todavía nada en los contratos verbales y los pagos en mano, la economía sumergida y la ausencia de mecanismos para paliar los riesgos laborales, lo que auspicia todo tipo de abusos hacia las trabajadoras. “Hay jefes buenos y jefes malos”, dice la mayoría, “pero todas hemos tenido malas experiencias”.

María Cristina “echa a temblar” cada vez que algo desaparece en casa de sus empleadores —casi siempre, por descuido de estos— porque “todo lo que se pierde es por la chica de servicio, y hasta te acusan de robar”. Lucía lleva la cámara del móvil encendida cuando acude a según qué hogares, en los que ha sido víctima de violencia física y verbal. “Una vecina me agredió por bajar en el ascensor con la perra de otra. Me han insultado, tirado agua por la ventana y dicho que me vaya a mi país. He notado el racismo. Me he ido llorando muchas veces”, confiesa Lucía, desde su encrucijada, que es la de tantas. “No puedo soltarlo, tengo que aguantar hasta que encuentre algo”, insiste. Beatriz trabajó sin contrato los meses que tardó en regularizar su situación. Más tarde, otra de sus empleadoras, relata, deducía la cuota de su seguridad social de su salario. “Y muchas más cosas —añade— pero no puedes denunciar. ¿A quién van a creer, a la española o a la extranjera?”, inquiere. Las estrechas exigencias de la Ley de Extranjería, que obliga a presentar una oferta de trabajo y un mínimo de tres años de residencia en el país para optar a documentos legales, empuja a estas mujeres a trabajar sin darse de alta en la Seguridad Social y a cobrar en mano. “Es eso o la beneficencia, pero nosotras venimos a luchar por nosotras mismas y por nuestras familias”.

La mayoría, con fundados recelos ante las alternativas que pueda brindarles el sistema, encuentran amparo en mecanismos de asesoramiento gratuito de entidades sin ánimo de lucro, como Accem o la coruñesa Ecos do Sur. Gracias a los servicios jurídicos de esta última, María Cristina descubrió que había “regalado”, sin saberlo, horas a sus empleadores. “Me debían 6.000 euros por cuatro años: festivos, fines de semana... cuando se lo reclamé, me echaron. Tuvieron que readmitirme, pero solo me pagaron lo correspondiente a un año”, cuenta. Su resignación se transforma en rabia. Su sentencia es la voz de muchas. “No puedes mandarles a la porra, porque necesitas el trabajo”.

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