La ciudad sin tiendas

María Carreiro e Cándido López Profesores e investigadores en la Escuela de Arquitectura de la UDC

Durante las primeras décadas del siglo XXI, las sucesivas crisis del sistema capitalista, primero financiera, luego sanitaria y más tarde geopolítica y climática, han generado nuevos paradigmas del fenómeno urbano. Reconocer en la urbe la merma en las actividades comerciales a pie de calle obliga a aceptar la aparición de un modelo que podría denominarse la ciudad sin tiendas. También a reconocer que los centros históricos urbanos, funcionales o simbólicos, van camino de convertirse en museos vivos al aire libre, escenarios y plateas de la sociedad del ocio y del espectáculo, abiertos a todo tipo de visitantes.

Este modelo reduce de forma significativa el número de tiendas y oficinas en el nivel de la calle, a pesar de mantenerse o incluso incrementarse la adquisición de bienes y servicios al por menor, especialmente a través de los servicios electrónicos. Se observa además que, mientras localidades de menor porte pierden oferta comercial, diversos subcentros metropolitanos, junto con algunas capitales comarcales y municipales concentran el sector en torno a las franquicias y/o sucursales de grandes marcas nacionales e internacionales. Una tendencia hacia la desertificación comercial que se ha acelerado a partir del año 2020, como consecuencia de los confinamientos provocados por la pandemia de la COVID-19. Acentuada, además, con el cierre de oficinas y despachos profesionales a causa del teletrabajo, o al menos, con la disminución del tiempo de estancia en ellas.

Así pues, hoy, los sectores urbanos parecen reconfigurarse agrupando los establecimientos comerciales y de servicios especializados, más o menos regularmente distribuidos y socialmente segregados. Quizás bares, cafeterías y restaurantes podrían ser los usos más ubicuos, localizados por todas partes, sirviendo tanto a las diversas áreas residenciales como a las turísticas.

Este empobrecimiento de tiendas y pequeños negocios ocasiona efectos negativos para cualquier área urbana. Entre ellos, el deterioro de la calle, motivado por el descuido de las fachadas en el nivel de planta baja, con locales abandonados y/o persianas grafiteadas y sucias; el dañino impacto económico ante la pérdida de actividad, y la consecuente depreciación del valor de los inmuebles; o el incremento de la inseguridad, ante la ausencia de peatones y vehículos.

Más allá del propio declive demográfico, es preciso señalar dos aspectos que inciden claramente en la supervivencia y continuidad de estas pequeñas empresas: por un lado, su estructura jurídica, eminentemente familiar, y por otro la evolución de la propia institución familiar. Así, muchos negocios cierran por falta de descendientes o por su renuncia, por las razones que sean, a dar continuidad a la empresa familiar.

En Galicia, a finales de 2023, la Federación Galega de Empresas Inmobiliarias (Fegein) estimaba en 7.000 el número de los locales vacíos en el circuito de comercialización. Una voluminosa parte de ellos se concentra en las siete principales ciudades gallegas, con una horquilla que va de los 945 en Vigo a los 200 en Lugo o Pontevedra, pasando por los 725 en A Coruña. Cantidades que se incrementan notablemente si atendemos al censo de locales desocupados —comercializados o no— realizado por la Asociación de Emprendedores de Galicia (Ascega). Sirva como ejemplo el caso de la urbe coruñesa, en la que contabilizaron unos 2.400 locales sin uso a mediados de 2023, lo que supone un 35% del total. Nada que nos resulte una novedad a los flâneurs que Baudelaire retrató en el París de la primera mitad del siglo XIX.

Incluso el centro simbólico y funcional de la ciudad está siendo afectado por esta especie de apocalipsis comercial, de tal modo que, incluso las calles más comerciales sufren los bajos vacíos. Así lo atestiguan las millas de oro gallegas, tomadas por las grandes marcas y franquicias: ninguna de ellas se libra de tener un porcentaje significativo de sus locales cerrados, a pesar de la reducción de los alquileres. Unos porcentajes que se engrosan tanto si acudimos al viario de primera categoría de los barrios, como al de segunda y tercera de la periferia.

Esta realidad fragmenta las relaciones entre los espacios urbanos. El espacio urbano que estamos formalizando puede asimilarse a un archipiélago artificial de relaciones discontinuas, en detrimento de la concepción tradicional de la ciudad como lugar de interrelación y continuidad. Va en contra de nuestra concepción cultural, que requiere de población, proximidad y diversidad. La urbe era, y es, el lugar para permutar bienes y servicios, pero también ideas. Ciudad, comercio, y cultura conforman un bloque interdependiente.

Cabe preguntarse si es posible reconducir esta situación. Se han ensayado algunas soluciones, como la neutralización de las fachadas simulando una suerte de paisaje, bien a través de su limpieza y pintado de las persianas, o bien del vinilado de todas o algunas lunas de los escaparates. O como la visibilización de su disponibilidad, incorporando carteles o, de forma activa, organizando eventos temporales que permita reabrirlos ocasionalmente. O como su inclusión en programas de ayuda al emprendimiento o de búsqueda de inversores. Es preciso hacer notar que las medidas de tipo paisajístico formal, que obvian las medidas económicas, no conducen al éxito, como ya se ha comprobado en alguna de las grandes metrópolis españolas.

Otras alternativas, como la disposición de los usos residenciales o dotacionales se hallan, en el mejor de los casos, en proceso de experimentación. Su puesta en marcha depende de la iniciativa privada, pero también de los gestores responsables de los distintos niveles de las administraciones públicas. Sobre todo, de su capacidad de asumir propuestas innovadoras, incluso radicales diríamos. Líneas de acción urbanística que contemplen medidas socioeconómicas, con viviendas para mayores que posibiliten la accesibilidad universal, o con viviendas para jóvenes que consientan un uso estacional, o con viviendas para turistas que fomenten una coexistencia pacífica con el vecindario. O acciones circunscritas a sectores de barrio, como la implantación de comedores y/o lavanderías públicas, de centros colectivos de estudio para niños, o de espacios de convivencia para mayores.

David Harvey, geógrafo y teórico social marxista británico, escribió “el capitalismo puede construir ciudades, pero no puede mantenerlas”. Tal vez sea así, pero en la coyuntura actual nos toca trabajar para acabar con la epidemia de las persianas cerradas. Es el momento de una visión territorial más ambiciosa y compartida que la atomización y descoordinación que hasta ahora nos ha caracterizado. Una gobernanza activa e imaginativa, así como un plan supramunicipal dotacional coherente, evidentemente considerando la afección a la movilidad, son una necesidad perentoria si queremos anticiparnos al futuro que se anuncia.