OBITUARIO

En el tránsito de Nito Sande

Álvarez Costas y Sande Pardo.

Álvarez Costas y Sande Pardo. / LOC

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

Fuimos amigos desde el parvulario. “¿Jugamos?”, me interpeló con aquel estilo directo, pero cordial, que empleaba para convertir las invitaciones en órdenes y las sugerencias y propuestas en inmediata ejecución. “Bueno”, le contesté sin saber a qué juego se refería. Enseguida convenció al propietario de un balón de fútbol sobre la conveniencia de organizar un partido aprovechando la circunstancia favorable de que la calle de Alfredo Vicenti (un periodista liberal) y las que circulaban por la plaza del Maestro Maestro estaban libres de coches (muy pocas personas tenían coche propio y la superioridad de los peatones sobre los motorizados era absoluta). “Que esperen”, les decíamos mientras jugábamos a la pelota en el centro de la calle. Los poquísimos que se atrevían a incumplir la orden se exponían a una sonora pitada de repudio, a una pedrada o a que un comando nocturno les pinchase las ruedas.

Así nos comportábamos los “hijos de la posguerra” de todas las clases sociales. Broncos, chulescos y machistas como los personajes de las películas que admirábamos. Las pagas eran escasas y había que engordarlas con la venta de material robado o distraído de alguna obra. Preferentemente, el cobre. Un día de estos me enteré por los medios que una línea del AVE superveloz había quedado fuera de servicio por un masivo robo de cobre. Los que como Nito Sande y el que suscribe nos dedicamos, siendo escolares, al tráfico de los escasos recortes de cobre que dejaban tras de sí los empleados de Telefónica, sentimos en el hígado la comezón de la nostalgia.

Fue un tiempo de peleas a cantazos entre barrios y entre calles, de desafíos a puñetazo limpio hasta al primer sangrado de nariz; de bañarse desnudos en playas y ríos; de jugar al fútbol a la luz de aquellas bombillas tuberculosas de veinte vatios de potencia; de desnudar de fruta los árboles ajenos. De colgarse de los tranvías o de la trasera de los carros de las gaseosas, tan parecidos a las diligencias de las películas del Oeste.

Nito fue el jefe indiscutido de una de aquellas tribus rebeldes, y como todos los de esa condición hubo de sufrir el injusto castigo de quedarse sin la libranza de los domingos y festivos. Pero todas esas acciones no hicieron otra cosa que aumentar la leyenda. Dos cursos en la preparación del examen de ingreso en el Bachillerato, cuatro cursos, reválida y opción por letras o ciencias: otros dos cursos quinto, sexto, y reválida. Y, por último, otro curso, bautizado “preuniversitario”, cuya superación permitía acceder a los estudios universitarios. A Químicas, en Santiago.

En ese nivel académico, nuestras trayectorias tomaron rumbos distintos. Él se matriculó en la facultad de Químicas y yo, en la de Derecho. Sin especial interés por la materias que allí enseñaban, dicho sea sin ánimo de ofender. La larga etapa de Nito Sande en Santiago de Compostela da para escribir más de cien versiones de La Casa de la Troya y un extenso anecdotario sobre trapacerías estudiantiles como no hubiera imaginado nunca Pérez Lugín.

Nito debutó en las partidas de cartas y dominó siguiendo los pasos de su hermano Manolo, estudiante brillantísimo que jugaba a las cartas de la baraja con habilidad angélica. Murió muy joven de una enfermedad entonces incurable. Y Nito estuvo recibiendo meses el importe de las deudas de juego que Manolo había dejado sin cobrar. Al céntimo y sin discutirlas, como corresponde al elevado sentido del honor de los caballeros del tapete verde.

No obstante, siempre hubo en torno suyo gente que supo compatibilizar el estudio con la jarana. Pongamos como ejemplo a los doctores Varela y Castiñeiras. El primero recordaba, por su estilo y por la elegante contundencia de su juego, al alemán Beckenbauer. Y el segundo, por su corajuda versión de sí mismo.

Tampoco faltaron a la cita con el disparate estudiantes iberoamericanos con ninguna prisa en terminar sus carreras, hijos de farmacéuticos a la espera de recibir en herencia la oficina de sus progenitores. Una buena farmacia en una buena esquina de una ciudad pequeña o de pueblo grande equivale en rendimiento económico a una notaría en parecidas circunstancias.

El caso que nos ocupa reúne todavía mejores condiciones. La titular del despacho fue durante años la farmacéutica casada con el licenciado en Químicas que es ese amigo del alma que acaba de morir. Y el actual titular es el hijo de ambos. Los farmacéuticos, los médicos y los notarios son los pilares sobre los que se asienta la unidad de la familia, que es tanto como decir la unidad de la patria.

Son las tres profesiones que más se acercan a lo más profundo del ser humano. Y casi nunca pierden los papeles. A Nito, por su sabiduría, su honestidad y resto de habilidades, se le conocía en muchas partes de Galicia como “el Maestro”. Se hace muy penoso escribir estas letras de luto.