“Llegó un momento en el que necesitaba coger aire”. Romain Bardet, 30 años, la gran figura francesa del ciclismo hasta que explotó Julian Alaphilippe y con permiso de Thibaut Pinot, era el corredor con cara de niño que podía ganar el Tour. Pero un día dijo basta. Basta de ver su nombre en el asfalto de la Grande Boucle. Basta de exigencia. Basta de pensar los aficionados, toda Francia, que ganar la montaña y subir al podio de los Campos Elíseos en 2019, era insuficiente. Basta de comerse el coco pensando por qué no había podido ganar a Alejandro Valverde en el Mundial de 2018. “Ahora vivo un año muy bonito”. Las dos frases de Bardet, pronunciadas en la cima del Pico Villuercas, donde ganó en solitario, constatan la felicidad de un ciclista que se fue de un equipo francés y emigró a un alemán, cobrando menos sueldo, pero quitándose de encima la responsabilidad de pelear año sí y año también por el Tour. Basta.

Por eso, Bardet se pasó el mes de julio sentado ante el televisor. “Llevaba ocho Tours seguidos y quería cambiar. Correr sin presión. Era el momento adecuado”. Era el jefe de filas del AG2R y se marchó al DSM, el equipo alemán que antes se llamaba Sunweb. Y puso una condición. Correría dos grandes e intentaría pelear por victorias de etapas. Y esas dos grandes tenían que ser el Giro y la Vuelta. Por esta razón, el DSM acudió al Tour sin sus mejores corredores y afrontó un papel muy secundario; a la caza de fugas, sin el premio de la victoria que ayer se anotó Bardet.

Como lo conocen bien en su equipo solo trataron de contenerlo, de animarlo y sobre todo que se diera cuenta de que era el mejor en una escapada de una veintena de corredores que se formó nada más partir de Don Benito, en una etapa bella y cargada de montañas extremeñas que se presentaban al público ciclista, pero que desperdiciaron los favoritos, entre el viento de cara y el sentirse por un día todos demasiado igualados, hasta cansados y temerosos de la cita de hoy con la sierra abulense.

Así que Bardet puso un toque de calidad en la fuga nuestra de cada día, entre aventureros que buscaban una victoria, entre ciclistas sin fortuna como Dani Navarro, que se cayó el día que se reivindicaba como escalador, y se animaba sabedor de que difícilmente volverá al Tour; al menos como el candidato local al que una y otra vez le pedían que se convirtiera en el sucesor de Bernard Hinault, el último francés que ganó en París, en un lejanísimo 1985.

“Me volvían loco en la fuga porque dudaba que llegaría. Solo sabía que necesitábamos 10 minutos a pie de puerto. Pero desde el coche de mi equipo me animaban. Así que cuando ataqué y cogí 50 metros ya supe que no me cogerían”. Ganó su última etapa en una carrera de tres semanas, por supuesto en el Tour, en 2017. Fue la última vez que subió al podio de París tras hacerlo el año anterior. Lo logró por solo un segundo ante un atónito Mikel Landa, ahora desaparecido en el combate de la Vuelta pero con el landismo, la religión ciclista que se crea a su alrededor, convencida de que resucitará en Asturias. A Landa, a diferencia de Bardet, la presión deportiva no parece que sea un arma de doble filo.

Como nadie saltó tras Superman López, el único favorito que se movió en el Pico Villuercas. Primoz Roglic y Enric Mas solo se vigilaron y permitieron otro día de gloria a Eiking con el jersey rojo.