Las polémicas recientes han logrado empeorar mi concepto de la secta de los alpinistas, esos excursionistas venidos a más y autopromocionados. La higiene social exigía perderle el respeto a los contaminadores de las altas cumbres -hay que limpiar el Everest de sus desechos-, y algo se ha avanzado o escalado al respecto. Sus labios sermoneadores predican que la montaña es muy dura, y que la muerte de sus colegas constituye un avatar profesional. En tal caso, que no incordien con sus dramas tan previsibles, y que los periódicos se concentren en la desgracia de los ciudadanos abatidos contra su voluntad, mientras se aferraban a la vida al servicio de otros.

Los fanfarrones de la montaña insisten en que sólo quien sigue su ritmo puede juzgarlos, pero no es necesario haber conducido un coche a 300 kilómetros por hora por una carretera solitaria, para saber que esa hazaña es una imbecilidad. Frente a la templanza de los honrados excursionistas, los alpinistas han convertido las cumbres sagradas en una carnavalada comercial, con una coreana que trepa ochomiles bajo guirnaldas con banderitas verbeneras y cámaras que le aguardan en la cima, como si ganara una carrera de pueblo. Por no citar a los sherpas, sin cuyo concurso ningún extraño se atrevería a profanar el Himalaya. Pese a ello, las folklóricas de las nieves se comportan como los dueños de la montaña, los únicos que saben apreciar su belleza.

Sin olvidar a quienes se mueven exclusivamente por dinero. Si sólo puede hablar de montaña quien ha escalado ochomiles, que no monten ruedas de prensa ni amontonen subvenciones públicas para aventuras que no reportan ninguna ganancia a la sociedad, obligada a pagar además a escote las secuelas de sus accidentes. Creíamos que la montaña estaba protegida por los alpinistas, y volvíamos a equivocarnos. Toda actividad humana se arriesga a caer presa de su caricatura. O a despeñarse en ella, en el caso que nos ocupa. Supongo que hay montañeros con inteligencia suficiente para saber que esto no va con ellos, pero tampoco me importaría que volvieran a defraudarme.