Una foto reciente publicada en la prensa española mostraba al primer ministro británico, David Cameron, corriendo junto a su esposa y un pelotón de gente en una carrera benéfica de tipo deportivo. No es una imagen inhabitual en estos tiempos en los que la política ha degenerado en espectáculo.

Los políticos, aunque sean de noble cuna y más aún si ése es el caso, tratan de ponerse al nivel del pueblo. Hacen diariamente jogging como muchos de sus compatriotas. Si se les pregunta por sus lecturas, mencionan muchas veces el primer best-seller que les viene a la cabeza. Saben por supuesto tuitear y lo hacen para expresar cualquier nimiedad, también como cualquier ciudadano.

Por el contrario, rara vez pisan un teatro o van a una ópera, como criticó el año pasado el maestro Riccardo Muti al denunciar los ataques continuos en la Italia de Berlusconi a la cultura, palabra que hoy ya nadie se atreve a escribir con mayúscula. Pero hasta en los países más serios como Alemania, los políticos no dudan en participar en concursos de TV, aprovechando el tirón popular de sus moderadores.

En el país de Sartre, de Camus o de Malraux, el populismo ha llegado a niveles inauditos con el hiperactivo Sarkozy. "Un político que no ve TV no podrá entender a los franceses", dijo en cierta ocasión el presidente para justificar su preferencia por ese medio en detrimento de la lectura de los clásicos, actividad que exige concentración y tiempo. Si viviesen algunos de sus predecesores, desde De Gaulle, un apasionado de la historia, hasta Pompidou o Mitterrand, se sentirían sin duda avergonzados.

En Estados Unidos, país donde tan fácil es inventar una nueva religión y llenar un templo con sus adeptos, las lecturas de muchos candidatos a la Casa Blanca parecen limitarse a la Biblia, de donde sacan todos sus argumentos. Tienen al parecer línea directa con Dios.

Allí, como también cada vez más aquí, con la creciente americanización de nuestra política, los razonamientos, las explicaciones dejan paso a los slogans, cuanto más cortos y simplistas, mejor. Las ideologías son, ya se sabe, cosa del pasado. Las opiniones son mutables, como la opinión pública. Y ésta, fácilmente manipulable. Los políticos se guían por los sondeos, afirmando una cosa y poco después la contraria sin pestañear.

¿Y qué decir de esos diputados o concejales que, carentes de ideología y, lo que es más grave, de moral, utilizan los partidos sencillamente como los cangrejos ermitaños las conchas vacías? ¿No se explica así en buena parte los casos crecientes de corrupción? ¿Y no se está fomentando así una profunda y peligrosa desconfianza de los ciudadanos en las instituciones y, a fin de cuentas, en la propia democracia?