Hoy, y sirvan estas palabras a modo de saludo, quiero reflexionar con ustedes a partir de la conversación que tuve estos días con mi amigo Raúl Besada, director por estos lares de la organización Tierra de Hombres. Una entidad de referencia en Europa que contribuye a mejorar la vida de pequeños seres humanos de otras latitudes, con un veteranísimo programa específico de cirugía cardíaca en la ciudad, en el que están involucrados de forma altruista muchos de los mejores profesionales con los que cuenta nuestra sanidad. Niños y niñas que, de no ser operados, verían peligrar su salud e incluso su vida, precisamente debido a las dolencias que padecen, en un contexto socioeconómico en origen que o directamente no contempla tales tratamientos, o no tiene la capacidad de atenderles como es debido.

El caso es que Raúl, al que conocí hace años, cuando dio sus primeros pasos en Galicia la organización a la que representa, busca estos días familias de acogida. Personas que, de forma desinteresada y descartando con los niños un vínculo permanente, acojan en su seno a los pequeños en el tiempo en que estos permanecen con nosotros, por un plazo máximo de unos cuatro meses. Un ejercicio de solidaridad y de ciudadanía que, sin duda, marca un antes y un después en la dinámica de familias como pueden ser la suya o la mía, que hacen literalmente un sitio a un niño o una niña al que no conocen y con el que no mantendrán luego mayor relación, como norma básica de tal programa. Y tal hito tiene que ver, precisamente, con ese acto de amor a fondo perdido, de entrega con fecha de caducidad clara, que deja lo mejor de nosotros en un proyecto sin visos de continuidad.

Fíjense, es precisamente tal acotación en el tiempo lo que diferencia para mí esta propuesta de otras muchas que he conocido, y que tienen que ver con la atención a la infancia y juventud vulnerable. Aquí estamos hablando de invertir tiempo, energía e ilusión en un ser humano con el que, probablemente, no te volverás a cruzar más. Pero en el que queda, seguro, una marca indeleble de ese amor depositado en él, que no se despegará jamás. Exactamente igual que en todos y cada uno de los miembros de la familia de acogida. Su experiencia se convertirá, del mismo modo, en un poso en el que compartir sin esperar nada a cambio es el mejor de los aprendizajes posibles. Eso, y todo el amor desinteresado que cada uno de estos niños es también capaz de transmitir. Ni más, ni menos...

Con todo, creo que el programa de Tierra de Hombres es un buen revulsivo contra la indolencia, la falta de sensibilidad o ese caparazón duro que a veces nos ponemos las personas, y que nos impide encontrar soluciones imaginativas para hacer del nuestro un mundo mejor. Un granito de arena que, paso a paso, mejora las condiciones de vida de personas concretas y que, al tiempo, invierte en cultura de la solidaridad. El siguiente paso, el de la justicia social, ha de ser construido a partir de la mejora de las condiciones de vida para todas esas personas en origen, lo cual está relacionado con las causas estructurales de la pobreza, de todas las pobrezas... Pero, mientras tanto, estas iniciativas tienen el doble impacto de producir resultados concretos, por un parte, y de hacernos reflexionar sobre qué mundo queremos y a qué precio. Y, en tal lógica, no me cabe ninguna duda de que las familias de acogida de estos chavales son precisamente la mejor antena de todos los valores que representa este fantástico ejemplo de intercambio solidario...

¿Se animan ustedes a conocer este programa?